jueves, 27 de septiembre de 2012

59
El Último Capitán

12.Voluntades cautivas

A finales de diciembre, en un atardecer particularmente neblinoso, Dresteq se hallaba en la Sala de los Archivos, donde tiempo atrás Quolhad le había informado de los terribles hechos que aún le atormentaban.

Dresteq no se concentraba en su trabajo, referente a unas leyes antiguas, y sus pensamientos volaban rápido hacia Jinyia y su mirada, más bella que la de cualquier estrella. Se le aparecía delante de sus ojos, con aquella sonrisa que hacía dar un salto de pura alegría al corazón, y oía en su cabeza la suave voz hablándole, calmándole, consolándole.
Y Dresteq no podía decirle nunca nada de sus preocupaciones. Y veía como ella se entristecía, callaba, y cambiaba de tema. Pero nunca dejaba de preguntar, una y otra vez.
Todo habría sido más sencillo con un hijo, pensaba Dresteq amargamente. Hacía ya tiempo que quería que su amor diera sus frutos, y naciera algún joven heredero o alguna doncella que arrojase luz a toda aquella atmósfera tétrica, cuya única salida se hallaba en el rostro de su esposa, poco a poco horadado por las marcas de una profunda congoja. Pero parecía que el destino jugara siempre en su contra,  y ningún hijo daba signos de llegar. Él mismo estaba extrañado y asustado, como también muchos de los habitantes de Rangost.

-          ¿Tú quieres un hijo? – dijo una fría voz – Pues sabes perfectamente lo que yo quiero. Y la paciencia se termina... como sangre escurriéndose entre los dedos...

Dresteq dio un grito de horror al oír los espectrales balbuceos muy cerca de su oreja derecha.  Oyó un gruñido y una garra de hielo lo alzó por el cuello y lo arrojó encima de la mesa. Papeles y tinteros volaron en todas direcciones. Dresteq quedó allí, respirando el glacial aliento del gigantesco jinete. Sus mechones oscuros caían sin orden encima de la cara del Capitán, que no podía apartar la mirada de los brillantes ojos del asesino. La voluntad del jinete hurgaba en su mente, buscando con violencia. Su rostro se fue volviendo aún más cenizo por la decepción. Cerró un momento los ojos.

Cuando los abrió, una horrible expresión de depredador apareció en su rostro, dejando entrever unos colmillos exagerados que se iluminaron por unos instantes a la luz de la luna naciente. Su boca se contorsionó y su rostro ya no parecía humano. Unas fauces espantosas borraron todo rastro de compasión.

La bestia rugió llena de ira:

-          ¡Se terminó el tiempo! ¿Qué te ha revelado el viejo? ¡Di lo que escondes!

Dresteq tragó saliva, pero no respondió. Seguía mirando aquel monstruo que en nada parecía ya humano. Su piel se le había vuelto rugosa y de un blanco lechoso, y sus ojos de pupila vertical estaban inundados de rojo sangre. Era el rostro de un animal. Cerró los ojos, y tensó los puños.

-          ¿Desobedeces?¿Te has vuelto mudo?¿Desafías el poder de la Señora? ¡Estúpido mortal! Rangost lo pagará con creces. Tu mujer sufrirá en propia carne las consecuencias de tu estupidez.  ¡No me detendré ante nada! ¿Oyes el viento de la muerte? ¡Siente, pues, mi cólera!

Dresteq abrió de golpe los ojos cuando algo tan poderoso que parecía un huracán azotó con violencia los anchos cortinajes, arrancándolos de los sustentáculos y lanzándolos furiosamente por los aires. Una inconmensurable ráfaga de viento oscuro arrolló la sala arrojando al suelo todo lo que se interponía en su camino: los muebles se desmoronaron con estrépito, las sillas y candelabros fueron catapultados en todas direcciones, y los pergaminos se desintegraron en miles de partículas de polvo. La sala pronto se convirtió en el centro de una irrefrenable tormenta que amenazaba con hundir techo y paredes. El tronar y resoplar del viento llenó los oídos de Dresteq. El aire se hizo irrespirable bajo aquel huracán de tinieblas.
El Capitán mantenía los ojos abiertos como platos, y pudo distinguir entre el vendaval una horda de murciélagos que daba un veloz rodeo al torbellino y volvía a salir. Dresteq miró con dificultad hacia la ventana, mientras las garras de hielo le apretaban cruelmente el cuello. El cielo estaba infestado de nubes de murciélagos gigantes. ¡Estaban atacando la Capitanía! ¡Jinyia! ¡Estaba sola abajo!

En aquel momento, la puerta se abrió con lentitud y volvió a cerrarse de golpe con tal estrépito que fue arrancada de sus goznes y se incrustó en la pared del pasillo de enfrente. Gurunthar, blandiendo una gran lanza, junto con un grupo de sus antiguos hombres, todos fuertemente armados, se encontraba en la entrada. Lanzando un grito de furia, penetraron en la tormenta cuando ésta menguó, y se precipitaron contra el jinete asesino. Éste dio un salto y derribó al padre de Dresteq, que dejó caer la lanza. Al instante, las espadas de los otros bajaron veloces hacia su cuello, pero dando un violento giro, el vampiro interpuso a Gurunthar en medio. Las espadas se detuvieron. El viento amainó súbitamente, y un candelabro que aún volaba se estrelló con fuerza contra la mesa de Dresteq. Con la velocidad del rayo, un pesado silencio sepultó la habitación.
El jinete se levantó y se encaró a los atacantes con un odio extremo en sus inhumanas pupilas verticales.

-          Atrás, contra la pared – silbó por lo bajo – O este viejo saldrá volando por la ventana. Atrás. Porque antes de caer al patio no quedarán ni sus sucios huesos. Os lo aseguro.

Como respondiendo a tal afirmación, un coro de chillidos salió de la nube de murciélagos que sobrevolaba la Capitanía en círculos.
Gurunthar, si bien estaba casi ahogándose en el abrazo mortal del monstruo, mantenía una expresión totalmente firme, y negó como pudo la orden dada por el asesino.

-          Atacad – logró articular – Atacad y matadle. Ahoraa... aaggghh...

El jinete aumentó la fuerza letal del brazo que rodeaba el cuello del viejo Gurunthar.
Los hombres del antiguo Capitán se mostraban tensos e indecisos. Se miraban rápidamente entre sí. Pero de pronto, una orden baja salió de sus espaldas.

-          Apartaos – ordenaba Dresteq – haced lo que dice. Ya me ocuparé  yo.

Gurunthar seguía negando con la cabeza.

-          ¡Contra la pared! – gritó Dresteq levantándose - ¡Ya! ¡Es una orden!

El color de la cara de Gurunthar se oscurecía por momentos. Su cabeza ya no se movía. Los soldados obedecieron finalmente, y se arrinconaron apresuradamente contra una esquina, donde antes se habían alzado los estantes de pergaminos.

Dresteq se acercó al jinete, quien sacudió a modo de escudo a su padre.

-          Si aún lo quieres, vas a obedecerme.

El jinete disminuyó la presión, y la sangre volvió lentamente a recorrer con normalidad por la cabeza de Gurunthar. Lo suficiente como para negar con la cabeza una vez más.
Dresteq contempló a su padre, que le imploraba con los ojos. Unos ojos de tristeza profunda, recubiertos de un velo tenue de esperanza.

Dresteq sabía que aquello era un burdo chantaje. Su padre había roto los planes del vampiro, y éste intentaba una salida desesperada. Tal como estaban las cosas, su padre que ahora ya conocía toda la situación, jamás revelaría el secreto. Preferiría llevárselo a la tumba, pues Alatar también participaba del mismo y por tanto podría ser conservado igualmente. El vampiro lo sabía muy bien. Ya no podía presionar más a Dresteq para que intentara que Gurunthar le contara el secreto. Su estratagema se había terminado. ¿Pero qué intentaba hacer ahora?
Dentro de su corazón, la tozudez e indomable determinación de Dresteq le forjaba con fuego abrasador un coraje nuevo. Por un momento llegó a la conclusión que todo lo que debía hacer era atacar y matar a la bestia. Esto antes que ceder a ningún chantaje bajo el cual resultase afectada otra gente inocente. Esto antes que su orgullo personal. Esto antes que el no querer reconocer que su padre tuviera razón. Sería capaz de humillarse y pedir perdón antes que ceder. Ahora sí. Nada le importaba ya. Había encontrado el verdadero coraje.

Solamente por un momento.

Una tozudez indomable le embargaba desde el nacimiento, sin duda, pero indomable para los hombres. Y el ser que lo miraba fijamente con ojos de brillo espectral ya no era un hombre. Bajo su mirada prolongada, una lucha se fraguó en el interior del Capitán. Su incorruptible voluntad fue asaltada por otra voluntad que arremetía con ira profunda, causando graves grietas en los muros de su mente y corazón. Una voluntad devastadora, que le hizo contraer los labios de dolor, debilitó sus piernas hasta hacerle caer y le arrancó de la garganta un alarido de locura.
Dresteq bajó bruscamente la cabeza hasta el suelo, y sus cabellos se descolgaron sobre la superficie de piedra. Así estuvo unos segundos, en los que la tensión aprisionó el aire. Lentamente volvió a levantarla. Sus ojos miraron directamente a su padre, y Gurunthar los vio. No brillaban. No había vida en ellos. Cerró los suyos, y lloró.

El jinete, que había necesitado más fuerza de la que creía para dominarlo, esbozó una sonrisa. 

Dresteq era suyo.

Con una algarabía de chillidos, una nube de murciélagos penetró de pronto en la habitación, rompiendo el silencio y arremetiendo contra los hombres de Gurunthar, quienes soltaron gritos de terror, imploraron y suplicaron, y sacaron sus armas, que fueron inútiles. Prestamente aquellos hombres valientes se desplomaron sin vida, debido al veneno de los colmillos y la pérdida de sangre. Gurunthar se debatió dentro de su prisión y sus ojos quedaron inundados de lágrimas, mas fue en vano.

Poco la luna se movió en el cielo nublado hasta que la puerta de los aposentos oficiales del Capitán se abrieran. Dresteq salió cautamente, llevando en sus brazos a su padre, inconsciente. El jinete, tapado con pesados ropajes oscuros, lo seguía de cerca.
El Capitán llevó a Gurunthar a sus habitaciones, situadas en el tercer piso, cerrando en ellas los cortinajes y, después que entrara el asesino, también la puerta. En los pisos inferiores se oían gritos y lamentos. Las nube de murciélagos aún atacaban, y todo el mundo se encontraba en los bajos de la Capitanía luchando como podía.

Instantes después los vampiros se retiraban en formación de la Capitanía, todos al mismo tiempo como si un remolino los hubiera aspirado o una mano ahuyentado. Un extraño silencio invadió la Capitanía, en aquellas horas de noche oscura.
El ataque había concluido, pero el alcance del mismo no se conoció en todo su horror hasta mucho tiempo después.

Porque poco después el Capitán informaba que él, su padre y algunos soldados habían quedado atrapados en los pisos superiores, y solamente después de una lucha terrible en la que había resultado muerta su guardia personal pudieron escapar de las terroríficas alimañas.

Pero Gurunthar había sido herido de gravedad, según un Dresteq algo ausente, ausente quizá debido al terrible sobresalto creyó la mayoría. Debido a eso se le había llevado a su habitación, y acto seguido Dresteq prohibió acercarse a ella. Por aquella noche poco más podía hacerse, y su padre estaba durmiendo de fatiga y no parecía estar a punto de morir, pese a estar muy débil. De esta forma Dresteq negó todo acercamiento a su padre y todo el mundo siguió sus órdenes.

En días venideros, Dresteq se las compuso para mantener la situación tal como le había ordenado el vampiro. Su voluntad ya no contaba. Estaba escondida, degradada a una simple presencia al fondo de su mente, gobernada por una montaña oscura que le aprisionaba y le oprimía. Apenas si existía.
Gurunthar debía seguir prisionero porque el jinete no lograba sus propósitos. Intentó una y otra vez invadir la mente del viejo Gurunthar buscando violentamente hasta hacerle gritar de dolor. Pero no lograba penetrar en el secreto. Algo lo velaba. Llegó a la conclusión que Alatar debía haber protegido de alguna forma el secreto guardado en la mente de Gurunthar. Y hasta que Gurunthar no lo revelase con sus propias palabras no podría hacerse con él. En aquellos momentos odió al viejo mago con todo su ser.

Dresteq desoyó los consejos y ruegos de los curanderos y demás gente de sabiduría en males y fatigas, e impidió que nadie se acercara a su padre. Alegó que Gurunthar se hallaba tan débil que la búsqueda de remedios o antídotos lo matarían. El veneno de los murciélagos le había penetrado y, según Dresteq, no había nadie en Rangost que tuviera sabiduría con esa clase de males. Además, al parecer su padre le había dicho personalmente que no quería visitas de ningún tipo salvo las de su hijo.

Pasaron los días, y Jinyia se percató del cambio en el carácter de su esposo. Su amor se había vuelto un simple juego de miradas, como si encontrarse al final del día solamente fuera un bálsamo para algún mal desconocido. Compartían unas pocas horas al día, y durante las mismas apenas hablaban. Pensó que Dresteq estaba preocupado por su padre, y le pidió más de una vez el permiso para verlo y hacerle compañía durante las largas horas que el Capitán pasaba en sus trabajos de leyes o atendiendo las quejas o sugerencias de la población. Pero Dresteq se opuso con rotundidad, y aquello extrañó a Jinyia. Estaba muy raro, como ausente todo el día, y sus ojos habían perdido la vivacidad que les era característica.

Al jinete, que moraba ahora en la Capitanía oculto en las habitaciones de Gurunthar para vigilarle y mantenerle controlado, le llegaron noticias de ello. Le preocupaba la situación, pues Jinyia podía constituir un serio problema. No podía hacerle daño porque se rompería el lazo que sujetaba la voluntad de Dresteq. Pero tampoco podía permitir que se preocupara de esa forma sin hacer nada, porque era capaz de ponerse en contacto con el mago. Debía empezar cuanto antes su estratagema, e intentar matar dos pájaros de una cruel pedrada.

domingo, 3 de octubre de 2010

58
El Último Capitán

11.Extorsiones

Dresteq se dedicó entonces a enviar a todos los soldados y espías por la ciudad, para averiguar cualquier cosa sobre el asesino. Esperaba saber algo pronto, sin tener que preocuparse de Alatar y sus propias investigaciones. 
Sin embargo, no imaginaba lo poco que tuvo que esperar para saber de él.


Era ya septiembre, y el calor del verano dejaba paso a los primeros vientos del otoño. Una noche, Dresteq se despertó de golpe. Ahogando un grito, se incorporó de un salto, al percibir una gran sombra justo detrás de su cama. En el alféizar de la ventana, al otro lado de las cortinas de seda estivales, estaba sentada una figura oscura. 
Veloz como un rayo, Dresteq cogió un cuchillo de un estante cercano. 
Blandiendo el cuchillo, Dresteq se acercó lentamente a la ventana, intentando no despertar a Jinyia.
Las cortinas se separaron súbitamente, y el tenebroso jinete asesino se alzó en toda su estatura ante Dresteq, fijando sus ojos con mirada de felino en los del Capitán. El cuchillo cayó de las manos de Dresteq, y golpeó suavemente contra la alfombra del suelo. El Capitán retrocedió tambaleándose, sin poder apartar sus ojos de la faz blanca y la sonrisa retorcida del asesino. Éste avanzó, y de un salto se plantó ante Jinyia, y le susurró algo al oído, mirando aún al Capitán. Dresteq sintió una furia indomable, y consiguió apartar los ojos de la cara del hombre. Con un gruñido, le saltó al cuello y le tiró al suelo, mientras intentaba ahogarlo con sus manos.
El asesino quedó sorprendido, pero solamente por unos segundos. Con fuerza inhumana lanzó con un solo brazo a Dresteq contra la pared, mientras se levantaba con la rapidez de la ira. Se acercó a su víctima, y lo levantó con una mano apretándole el cuello.


  • Eres fuerte, pero no lo suficiente. – siseó – Aunque no he venido a matarte. Sabes perfectamente qué es lo que quiero. Y lo tendré...
  • No sé nada – balbuceó Dresteq.
  • No, claro que no. Pero lo sabrás. Tu padre lo sabe. El mago no molestará. Que te lo diga. Y pronto. ¿Me oyes? Pronto. O habrá más muertes. Mantén la boca cerrada. 


Tiró a Dresteq contra el suelo, y luego subió de un salto al alféizar, extendió la capa y desapareció. El Capitán fue hacia la ventana, pero solamente pudo ver un murciélago volando a contraluz con la luna. Luego fue directo a la cama y zarandeó a Jinyia hasta despertarla. 


  • ¿Qué pasa? ¿Es de día? ¿Qué haces levantado? – preguntó medio despierta, y luego volvió a recostar la cabeza y se durmió.


Dresteq se tranquilizó algo, pero no pudo dormir más aquella noche.  


Había recibido una amenaza directa. ¿Significaba, pues, que tendría que pedir directamente a su padre que le revelase el maldito secreto? ¿Qué clase de secreto podría ser? Dresteq estaba asustado y furioso al mismo tiempo. Estaba harto de las insinuaciones, desgracias y ataques a su familia. Y temía mucho por Jinyia. 
Su amor por ella era indescriptible. Sabía que si a ella le pasara algo, él moriría rápidamente. Su vínculo era demasiado fuerte. Su mirada le cautivaba y su voz clara y suave le estrujaba el corazón. La abrazó y no separó de ella sus brazos hasta la mañana siguiente.


Poco después del desayuno, fue en busca de su padre, y entró en su habitación. Gurunthar estaba mirando por la ventana, disfrutando del sol matutino.
Dresteq se plantó ante él y, cogiendo aire, le dijo:


  • Hace dos años ya que me dejaste tu puesto. He intentado gobernar bien durante este tiempo, pero incluso así han ocurrido ciertos incidentes, algunos terribles, sin explicación aparente; y he observado que tu expresión siempre ha sido de resignación, como si ya supieses qué pasaba. Cuando murió el padre de mi esposa observé tu preocupación y vi tus murmuraciones con el Sabio Alatar. Intuí que su muerte no tenía nada de normal, incluso si una pelea o las actividades de un asesino común pueden considerarse como tal. Y con el ataque de los espectros, los mismos espectros que casi nos mataron a Jinyia y a mí hace años, solamente observé preocupación, una vez más, pero no sorpresa.
    He pensado mucho durante este tiempo, y hoy por fin me he atrevido a venir a ti. Te quiero mucho, pero debo hacerte una pregunta muy seria. Por favor, respóndeme con sinceridad. ¿Hay algo que debería saber como Capitán y que no me ha sido comunicado? ¿Existe algún secreto escondido, o algo que yo no sepa y que explique todo esto?
    Porque, de ser cierto, necesito que me lo expliques. Necesito conocerlo para poder luchar contra ese mal que nos oprime, y para poder decidir de qué forma lo combatiré.


Gurunthar se quedó en silencio, y palideció perceptiblemente. A buen seguro no se esperaba tal reacción por parte de su hijo. Recordó las palabras de Alatar y el terrible secreto. Su hijo parecía muy convencido y franco al preguntarle aquello. ¿Era realmente una buena idea mentirle, o tal vez desviar la atención? ¿O quizá confirmarle sus suposiciones, e intentar hacerle comprender la importancia que tenía el no revelarlo aún?
Se decidió por la última opción.


  • Dresteq, hijo, veo que eres muy perspicaz, y tu sabiduría supera incluso tu fortaleza. Veo que ni los más grandes secretos pueden esconderse sin ser descubiertos.
    Bien, pues. Sí, es cierto, hay un secreto que se mantiene y se guarda desde hace siglos. Un secreto que solamente se transmite de Capitán a Capitán, el cual lo preserva oculto durante toda su vida, y que lo transmite al heredero una vez éste toma el puesto. Nadie que no sea el Capitán, o también su esposa si así lo desea, y salvo el sabio Alatar; nadie más puede saber de él. 
  • Pues entonces, ¿por qué no me fue revelado este secreto hace dos años? ¿Qué problema hay? ¿No... no confías en mí?
  • Confío en ti más que en nadie en este mundo. Sé que lo guardarías con todo tu empeño y valentía. El problema no está en ti, hijo. El problema se halla en todos estos acontecimientos de los que has hablado. El sabio Alatar cree, y yo también, que alguien intenta hacerse con este secreto. Nadie lo había intentado jamás desde que se salvaguarda. Es la primera vez. La muerte del padre de Jinyia es sospechosa, y creemos que está relacionada. Alatar cree que los enemigos son tan poderosos que ni con tu buena voluntad es posible que lograras esquivarlos. Y el secreto es demasiado importante para revelarse por... error, o tal vez inconscientemente.
  • ¿A qué te refieres? ¡Nadie me lo arrancará jamás!
  • No es eso. Es posible que... lo lleguen a descubrir por otros medios. Si se toman tantas molestias... no será algo sencillo. Dresteq, hijo, no me obligues a contártelo todo, por favor. Sé paciente, el secreto te será revelado un día u otro. Respeta nuestra decisión. Por favor. Es lo mejor para todos. Compréndelo.
  • No, no lo comprendo. De hecho, no entiendo ya nada. ¿Qué te hace pensar que tú lo guardarás mejor que yo?  ¿Cómo puedes pensar que lo voy a revelar tan fácilmente? – dijo, pensando en Jinyia. Ya sabía el truco, y no iba a caer en él, pero de ningún modo se lo contaría a su padre, que sería capaz de apartarle de su esposa para protegerlo. - ¿Cómo puedes pensarlo? ¡No lo entiendo! Necesito saber ese secreto. Necesito saberlo. ¡Lo necesito!


Dresteq se detuvo de pronto. Estaba sudando y tenía los puños cerrados y los nudillos blancos. Su tozudez innata le había gastado una mala jugada, y ahora se daba cuenta. Su padre lo miraba, medio asustado. 


  • No sé por qué razón lo crees así... ¿Algo va mal, hijo? Cuéntame, por favor. 
  • ¡Déjalo!


Dresteq se volvió con presteza y salió de la habitación, enfurecido consigo mismo. Había hecho sospechar a su padre. Y su padre a buen seguro enviaría a alguien para llevarle sus preocupaciones a Alatar. Y Alatar vendría, y el jinete se vengaría. ¿Quizá con Jinyia? El Capitán apretó los puños con fuerza. Jamás permitiría que nadie le hiciese daño. 


En efecto, Gurunthar envió aquella misma tarde a uno de sus amigos y sirvientes de su época de Capitán a llevar un mensaje a Alatar. Dresteq, aunque se enteró, no podía hacer nada para evitarlo. 
Pero por suerte, al día siguiente, el mensajero no volvió con el mago, sino solamente con su respuesta para Gurunthar, fuese cual fuese ésta. El Capitán calmó sus ánimos, y se propuso no volver a pecar de imprudente, no sacando más el tema a relucir por el momento. El precio a pagar podía ser muy alto.


Los días fueron pasando, y llegó el invierno. Rangost se cubrió de un cielo plomizo que duró semanas enteras, y el cierzo bajó del norte, azotando los campos. 
Dresteq estaba muy intranquilo. El asesino quería una respuesta rápida, pero él  no podía aún preguntarle nada a su padre. Gurunthar todavía estaba preocupado, y muchas veces le lanzaba miradas intensas, intentando que su hijo compartiera con él sus problemas. Pero eso Dresteq no lo haría nunca. 
Por otro lado, consideró críticamente un tema que había pospuesto muchas veces, y pensó en la seguridad que ofrecía la Capitanía. Y decidió que como el Jinete lo perseguía a él, y parecía pensar solamente en su padre y él, Qun y Moeyia podían volver a la casa de Quolhad, pues aún vivían en la Capitanía, y la seguridad que ofrecían actualmente ambos lugares era similar. Por lo tanto, Moeyia y su hijo fueron otra vez a la antigua casa, y se unió a ellos un hermano de ella, para cuidarles. Y a partir de entonces volvieron a vivir como antaño.


La intranquilidad de Dresteq iba en aumento. Últimamente su carácter se había vuelto huraño y cerrado, y no se concentraba en su responsabilidad como Capitán. Jinyia sufría por él, y le preguntaba constantemente si se encontraba bien. 
La tensión y la espera frustrante le atormentaban, y fueron creciendo a lo largo de las deprimentes jornadas invernales; tanto que  Dresteq llegó a desear que el Jinete fuera a por él de una vez por todas. Quería terminar, enfrentarse a la misma muerte si fuera necesario, y que el destino decidiera. Estaba cansado de tener miedo, y de velar todas las noches hasta caer rendido de sueño, intentando evitar cualquier ataque a Jinyia. No podía aguantar más.
Su deseo no tardó en cumplirse. 

martes, 21 de septiembre de 2010

57
El Último Capitán

10.Sombras y despedidas

Los días siguientes fueron intranquilos, y entre los que habían asistido a los funerales había muchos murmullos de preocupación. En los barrios cerca del puerto corrió la voz que un asesino sin nombre mataba y después lanzaba maldiciones a los cadáveres de sus víctimas. Los sureños, en los pueblos o en la Gardereda, formaron sus propios grupos de discusión, y las conversaciones no eran muy agradables. Creían que el Capitán sabía más de lo que quería admitir, y que todos los sureños estaban en peligro.
Se sentían inseguros y desprotegidos.

Dresteq se ocupó de no dejar sola a Jinyia, e intentó descubrir algún signo raro en su carácter, pero no supo hallar nada. Solamente podía mirar sus brillantes ojos y quererla. Su amor era más fuerte que todas las tormentas. Y nada ni nadie lograría nunca separarlos.

Por otro lado, Moeyia y Qun fueron alojados en unas dependencias especiales para invitados de la Capitanía. Su seguridad estaba en peligro, y Dresteq no estaba dispuesto a permitir que vivieran solos en la casa de Quolhad. Al menos por el momento.
Además, aunque con pocas esperanzas, advirtió a los guardias que informasen de cualquier persona sospechosa, y les indicó en secreto algunas de las características que recordaba del tenebroso jinete.

***

Llegó el Fin de Año, que dejó paso al enero del 2933 de la Tercera Edad.
A mediados de enero, un día especialmente oscuro con nubes de tormenta que cubrían el cielo, en la quinta Mintauni la vigilancia era tranquila. Aquel día las alimaras de todas las Mintauni estaban encendidas, pues la visibilidad era mala debido al tiempo.
La quinta Mintauni, situada entre la Puerta Este y la sexta Mintauni, cercana a la Puerta Norte del Barnae-qu, tenía una vista privilegiada sobre el Gran Bosque de Garsil, que se extendía en el horizonte, una oscura masa arbórea justo al norte. Los diez guardias que habitaban la torre vigilaban en turnos por parejas, y cada imaginaria duraba algo más de dos horas.
Aquel día ya tocaba a su fin. En un día normal, el sol justo se habría escondido bajo el horizonte. La pareja vigilante hablaba ya en voz baja, más por el respeto de la oscuridad reinante que no por necesidad. Un viento tempestuoso y helado se estaba levantando desde el norte, y los dos guardias se taparon con sus capas. Miraban fijamente el bosque, pero con la serenidad previa al sopor del cansancio. A consecuencia de ello, tuvieron que observar repetidas veces el bosque antes de asegurarse que lo que veían no eran alucinaciones ni sueños. Una niebla blanca fluía imparable del bosque como una gran marea avanzando inexorable, y se dirigía hacia el Barnae-qu.
A mucha velocidad.
El cierzo aumentaba su violencia por momentos, y empezaron a llegar a sus oídos algo semejante a aullidos y gritos lejanos.

Con una exclamación, avisaron a los demás que subieron a la atalaya rápidamente. Al ver una vez más aquella niebla antinatural avanzar de aquella forma, no dudaron ya ni un segundo. Según un plan establecido con las otras Mintauni, los guardias apagaron rápidamente la alimara de la quinta torre, al mismo tiempo que soplaban el gran cuerno de alarma, que el viento se encargó de dispersar en todas direcciones.
Poco después, la sexta torre y la cuarta apagaron sus alimaras, y torre tras torre, la secuencia se repitió hacia el norte y el sur hasta haber dado el aviso a todo el Barnae-qu. Siete cuernos gigantes lanzaban al aire embravecido llamadas de alarma.
Rápidos jinetes cabalgaron raudos hacia Rangost para avisar del peligro, mientras otros entraban en los pueblos al norte y sur del Barnae-qu, quienes ya estaban tensos al no ver las luces de las torres, y también en la Gardereda, alertando a la gente para que entrase en sus casas y las cerrase inmediatamente a cal y canto.

Desde la quinta Mintauni, la punta de lanza del Barnae-qu en aquel ataque, ya se oían los profundos aullidos, semejantes a los maúllos de los gatos. Todos los páramos entre el bosque y la muralla estaban cubiertos por formas espectrales y demoníacas, en veloz vuelo contra la torre. Los guardias de la torre bajaron corriendo a los aposentos inferiores y se recluyeron dentro, temblando y con sudor en los rostros.
Pasaron pocos minutos antes que un huracán neblinoso saltara el Barnae-qu con toda su furia y arremetiese contra los campos de la Gardereda, extendiéndose sin control, como una marea sin fin. El terror se adueñó en pocos momentos de aquellos parajes, y todo ser viviente que se encontrase desguarecido era atacado sin piedad. Todos los animales de las granjas que habían quedado fuera de sus corrales fueron cruelmente despedazados, y la gente que aún corría buscando refugio lanzaba gritos de pánico y agonía cuando era alcanzado, gritos que se propagan en todas direcciones, aumentando el miedo y la desesperación.

La gran avalancha de criaturas de la oscuridad empezó a extenderse hacia el sur y el oeste, cercando a la ciudad, mientras que al otro lado del Barnae-qu otro flujo espectral atacaba también los poblados próximos.
En Rangost, la alarma era general. Todo el mundo huía sin control, corriendo por las calles y entrando por la primera puerta que se encontrase aún abierta. Gritos salvajes y cuernos a toda potencia resonaron desde las murallas cuando el ejército de las tinieblas embistió contra las defensas de la ciudad, y las pasó por encima como olas enormes de niebla fantasmal. Algunos guardias cayeron desde lo alto de los muros de piedra, con alaridos de muerte.
Los espectros se dispersaron como una riada por todas las calles y plazas, y ocuparon la ciudad en una algarabía de gemidos y lastimeros maullidos.

Pronto llegaron a la Capitanía de los Cazadores, pero entonces se oyeron los cascos de un caballo. Era Alatar el Sabio, que velozmente salió por las grandes puertas de la fortaleza, cabalgando un enorme corcel negro y con la vara alzada. Destellos de luz cegadora se expandieron desde su extremo, iluminando todo cuanto estaba a su alcance. Los espectros lanzaron desgarradores gritos y se apartaban a su paso, mientras el mago recorría al galope todas las calles, salvando así a mucha gente que estaba siendo atacada.
Horas y horas cabalgó Alatar durante aquella noche infernal, ahuyentando a los espectros con la luz de su vara; porque cuando en Rangost todo el mundo estuvo a salvo dentro de las casas, Alatar salió por las Grandes Puertas de la ciudad y recorrió como una tempestad brillante la Gardereda, atravesó la Puerta Norte y barrió los pueblos al norte de la ciudad; y aún tuvo tiempo de ir raudo hacia los pueblos del sur atravesando toda las Tierras de los Cazadores con la velocidad del rayo.

Con inmensa fatiga, volvió Alatar a Rangost, una vez llegó el alba y el sol disipó a los últimos espectros, que volvieron a la tierra y se deshicieron en el aire matutino.
Dresteq envió enseguida a los soldados por toda la ciudad, para ayudar a quien lo necesitase y para evaluar los daños. Cincuenta personas habían muerto dentro de las murallas. Pero en los pueblos y en la Gardereda el daño había sido mayor. Cuando llegaron las primeras noticias a Dresteq, se hablaba ya de algunos centenares de personas. Los pueblos del norte y la Gardereda habían sido los más afectados, pero también los del sur, pues Alatar había ido allí en último lugar.

Como resultado, voces airadas de impotencia se alzaron desde los distintos municipios y distritos, lamentando las víctimas y protestando por la inseguridad. Varias de las familias de los sureños estaban al frente de las acusaciones, y exigían la intervención pública del Capitán y Alatar, para saber qué pensaban hacer para solucionar el problema. El Capitán decidió que era justo.
Dresteq los convocó en el Cerco de Cazadores dos días después. Casi doscientas personas se encontraban allí, sentados en sillas y taburetes, cuando Dresteq y Alatar comparecieron ante ellos sentados en lo alto de una pequeña tarima, y se dispusieron a escucharlos. Particularmente Alatar parecía afligido.

Las quejas y discusiones empezaron y se alargaron toda la mañana. Mucha gente argumentaba que a un ejército normal se le podía combatir, pero no a los fantasmas. Alatar podía ser una gran ayuda, pero era evidente que no era capaz él solo de hacer frente a todos ellos ni era garantía de seguridad. Y los guardianes y soldados de Rangost se habían escondido como cualquier otro durante el ataque, pues sus armas no podían nada contra aquellos seres.
Alatar escuchaba con los ojos cerrados todo aquello, y comprendía su impotencia.
Luego pidieron que Dresteq hablase y contase qué sabía de todo aquello, y los sureños se empeñaron que aclarase también la muerte de Quolhad. Dresteq intuía que el ataque de los espectros tenía algo que ver con la muerte del padre de Jinyia, pero no podía explicar a nadie lo que sabía, y menos con Alatar al lado. Sería peor para todos. Estaba a punto de responder con evasivas, cuando otra voz se elevó entre los allí presentes.

  • Nuestro mago ha luchado valientemente para salvarnos, pero es cierto que se ha visto sobrepasado. Sin embargo, esta vez estábamos desprevenidos. Nadie supo del ataque hasta que llegó al Barnae-qu. Todo fue muy rápido.
  • ¿Y qué sugerirías? – le preguntó Dresteq.
  • Necesitamos un vigía, un guardia en el bosque que nos avise del peligro mucho antes de un ataque. Ha habido dos ataques de esos fantasmas este siglo. No podemos saber si el próximo será dentro de cinco años o cinco días. Pero si tuviéramos a un guardia avanzado, podría avisarnos con antelación y la gente dispondría de más tiempo para ocultarse.
  • Tu idea es sensata, pero ¿quién querrá ponerse en peligro de tal forma? Irse a vivir al Bosque de Garsil no es algo muy placentero.
En ese momento, Alatar se levantó.

  • Dresteq, mi Capitán, sugiero que consideréis la posibilidad que deje de ser vuestro consejero, y que sea yo quien vaya a vivir al bosque. Como bien ha dicho este hombre, quizá sea de más ayuda avisando del peligro a tiempo que no intentando remediarlo cuando ha llegado. Estoy dispuesto para ejercer de guardián. Al fin y al cabo, la vida de ciudad también es cansada, y algo de reposo me iría bien.

Dresteq se sorprendió de tal actitud, que por otro lado parecía sincera, y sin duda nacía de la impotencia que debía sentir el mago. Pensó en lo libre que estaría también de ojos espiando sus movimientos e intentando descubrir maquinaciones por todos lados. Dresteq podría dedicarse a investigar por su cuenta todos aquellos hechos sin tener que disimular sus intenciones ante Alatar o su padre. Porque su padre podía aconsejar pero no impedir las decisiones que tomara su hijo. Alatar sí que podía entorpecerlas, y Dresteq quería ser dueño por entero de sus actos y decidir según su criterio.

Aunque, por otro lado, era cierto que con el mago a su lado se sentía más seguro. La ciudad sin Alatar estaría más desprotegida, eso era indudable. Sin embargo, pensó Dresteq, quizá aún se pudiera vivir sin esa relativa seguridad. Aún tenía un ejército, y tenía amigos en las Colinas de Hierro, y más allá. No estaban solos. Tenían una fortaleza bien defendida. Y a un asesino se le podía capturar, después de buscar un poco.

  • Bien, no negaré que echaré de menos tu ayuda y tu protección. Además, digan lo que digan, hace dos días salvaste muchas vidas, y eso se merece un agradecimiento que no tiene medida. Gracias, mi buen amigo, por todo lo que has hecho hasta ahora, y también por lo que te dispones a afrontar. No seré yo quien niegue tal generoso ofrecimiento. Sin embargo, no vivirás en cualquier sitio. Mañana por la mañana, mandaré a mis mejores constructores para que diseñen y alcen una torre digna de ti y de tu trabajo. Y, una vez más, gracias por todo.

Al parecer, la idea también gustó a todos los reunidos, pues después de aquello no hubo ninguna queja ni pregunta más, y todos fueron dispersándose. Dresteq los contempló uno por uno, hasta encontrarse con una mirada penetrante que procedía de alguien escondido bajo la sombra de una casa. Aquella mirada le entró directamente al corazón y sin saber por qué se le erizaron los pelos de la nuca. Se volvió y con Alatar retomaron el camino hacia la fortaleza. Pero Dresteq no estaba ya seguro de haber decidido lo correcto.

Como había prometido el Capitán, al día siguiente comenzaron los preparativos para la construcción de la torre. Se decidió ubicarla justo en el centro del Bosque, y que fuera muy alta, para poder divisar por encima de los árboles muchas millas a la redonda.
Se tardó unos cuatro meses en su construcción, y se limpió un camino entre los árboles para poder llegar más fácilmente a sus puertas, un camino que desembocaba en la Puerta Norte del Barnae-qu.
Finalmente, a mediados de junio, Alatar se trasladó a vivir definitivamente en la torre. Ésta, llamada a partir de entonces simplemente la Torre del Mago, se alzaba en el centro de un gran claro, y se elevaba a muchos pies de altura. Durante su construcción se había utilizado roca dura y firme, y parecía digna de un rey. Alatar agradeció a Dresteq su dedicación, y le prometió que vigilaría sin descanso, y estudiaría todos los acontecimientos pasados hasta hallar una solución para tantos enigmas. Y le hizo prometer que de haber algún problema en Rangost le avisase sin contratiempos.

Rangost se había quedado sin Alatar.


sábado, 18 de septiembre de 2010

56
El Último Capitán

9.La Maldición

Jinyia de alguna manera hacía la voluntad de ese asesino... Quolhad no dejaba de dar vueltas a tan espantosa idea.
El hecho en sí no era tan raro. En las tierras que le acogieron en su infancia había extraños métodos para hacer... aquello... magia. Había visto varias veces en su juventud a hombres y mujeres de raro aspecto realizar extrañas prácticas que conseguían perturbar los sentidos.
Pero aquí y ahora, si Jinyia no obtenía respuesta de Dresteq, porque éste nada sabía, ¿qué pasaría entonces? Quolhad no lo quiso imaginar.
Debía decírselo a alguien. Pero había prometido no decir nada. Aún tenía a Moehyia y Qun. No podía arriesgarse a que les pasara algo. Desesperado, las lágrimas brotaron en sus ojos ya cansados y rodeados de las primeras arrugas.
Si decía algo a Gurunthar o a Alatar, el jinete se enteraría y sospecharía inmediatamente de él. Si no decía nada, no tenía manera de saber cómo acabarían Dresteq y Jinyia, y además las consecuencias a largo plazo serían abominables.
Un secreto de muchos siglos estaba sobre sus hombros. Y también la vida de toda su familia y amigos. Y su peso era intenso.

De pronto, tuvo una idea. Avisaría directamente al Capitán Dresteq. Si él y solamente él sabía lo que ocurría, podía seguir el juego y trampa que le tendiera su propia esposa sin saberlo, sin que por ello el jinete sospechase de Quolhad. Dresteq podía incluso inventarse alguna mentira para suplir el verdadero secreto. Sería mucho mejor que exponerse a que el miedo avasallara a Gurunthar o al mago y no tuvieran presente los temores de un pobre viejo, intentando capturar al jinete o haciendo vigilar al Capitán y a Jinyia, con lo que la vida de la familia de Quolhad correría grave peligro.

Así pues, tenso y muy preocupado, Quolhad volvió a entrar en la Capitanía, y buscó al Capitán Dresteq. Pasó por el lado del salón, oyendo aún a Jinyia, Moehyia y Qun jugando y riendo.
Subió presuroso a los pisos superiores y al primero que encontró le preguntó por el Capitán. El sirviente le indicó que se hallaba ocupado con unos asuntos de última hora. Quolhad sin embargo, entró rápido en la habitación hacia donde señalaba
el hombre, sin hacer caso de sus protestas.

Se encontró en una estancia con un gran ventanal cubierto por densos cortinajes hábilmente tejidos. Detrás de una mesa grande, de madera fina y ricamente ornamentada por los más grandes ebanistas de Rangost, estaba el Capitán Dresteq con unos pergaminos y una pluma en el tintero. Unas velas en un candelabro encima de la mesa iluminaban la estancia, así como un candil colgado en una pared lateral. En la otra pared había unos estantes con varias pilas de pergaminos bien atados y ordenados, y también algunos libros.

El Capitán miró sorprendido a Quolhad y le pidió amablemente que se sentase en una silla. Éstas también eran suntuosas, con cojines para mayor comodidad.

  • Vaya, lo siento, creí que ya habíais marchado. ¿Qué ocurre? – preguntó sonriendo a modo de disculpa, el Capitán.

Quolhad se aclaró la garganta y le contó todas sus sospechas y temores, desde el primer encuentro con el jinete en los bosques, hasta ahora, y cómo parecía que el jinete había cautivado de alguna forma a Jinyia, y cómo hacía pocos días había irrumpido en su casa para continuar su horrible manipulación. Le contó que era posible que Jinyia intentara que él le revelase algún secreto y...
Aquí, Quolhad se quedó cortado. No había pensado en que tuviera que revelarle también el secreto que guardaban Gurunthar y Alatar. No sabía si sería una imprudencia. Por lo tanto, insinuó que era posible que hubiera algo que se mantuviera en secreto desde mucho tiempo atrás y que su padre, Gurunthar, lo ocultaba aún, por alguna muy buena razón, sin duda, se apresuró a añadir. Que quizá no era prudente saberlo y que intentase llevarle el juego a Jinyia de presentarse la ocasión, y que mantuviera el silencio porque si no fuese así, todos se hallarían en grave peligro.

El Capitán Dresteq observó atónito al sudoroso y asustado Quolhad. No acertaba a comprender bien todas sus palabras. ¿Su esposa embrujada por el jinete? Pero luego recordó cómo el jinete había hablado a la joven bajo la niebla del Bosque Muerto y el Pantano de los Labios Maulladores.
Y una sensación de pánico y furia le invadieron. ¡Tenía que haber matado a ese asesino cuando pudo hacerlo! ¡Y ahora se encontraba en Rangost sin que nadie lo supiera!

Y sobre el misterioso secreto, intuyó con intensa amargura que Quolhad le ocultaba algo, y así se lo dijo, intentando mantener la calma. Quolhad palideció en extremo y barbotó que si no sabía nada, nada podría decir a Jinyia en caso que... que...
Dresteq se alzó entonces como un vendaval y sus ojos llevaban la furia de su tozudez innata. Le dio a Quolhad las gracias y le dijo que no se preocupara por nada, que él lo solucionaría todo.
E imperiosamente lo acompañó hacia el primer piso, para luego volver a subir las escaleras, una vez hubo comprobado que se marchaba con Moehyia y Qun. No quería que Quolhad supiera el efecto que habían tenido en él sus palabras. Porque le parecía muy doloroso que su padre tuviera miedo que su propio hijo no pudiese guardarlo. ¿Acaso no era él digno del puesto de Capitán? ¿Acaso no podía jurar no revelarlo, ni con la muerte acechando en su garganta? ¿Por qué tanto misterio a su alrededor?

Aquella noche ya no podía trabajar más, y se fue pronto a dormir. Observó a Jinyia, que ya dormía. ¿Podía ocultarse debajo de aquella belleza sin igual la oscura tortura de la que hablaba Quolhad? Con lágrimas de rabia, hundió su cabeza en las sábanas. Aquella noche no pudo dormir debido a horribles pesadillas.
Pero la realidad las superó.

Pues Quolhad, entretanto, había salido con Moehyia y Qun, y se dirigía hacia su casa. Ya era noche cerrada, y la luna iluminaba tenuemente la calle que bajaba hacia el Cerco de los Cazadores. Al pasar por el lado de un callejón lateral, se giró de pronto. Acertó a ver una sombra que se escondía detrás de la escalera de una casa. El pánico llegó a su corazón, y tan tranquilamente como pudo, les dijo a su mujer y a su hijo que continuasen hacia su casa, que creía haber visto a un conocido paseando por la calle lateral, y que quería decirle algo.
Una vez los dos hubieron llegado al Cerco, Quolhad se dirigió rápidamente calle arriba. Una sombra fugaz corrió delante de él y se precipitó por un pasaje que bajaba en dirección al puerto. Quolhad cogió un gran pedrusco del suelo con su mano buena y lo siguió. No quería que se le adelantara y les pudiera pasar algo a su mujer y a su hijo. Un miedo irracional lo envolvía, y creía sinceramente que esa sombra era su enemigo.
La figura se movía veloz, recorriendo calle tras calle, siempre bajando en dirección al puerto.

Aquella zona de Rangost no era muy conocida por Quolhad, y pronto el perseguidor, desorientado, perdió de vista al perseguido. Quolhad giró de pronto por un estrecho callejón, y a los pocos pasos vio ante él una pared, y a sus pies unos barriles con hedor a restos de pescado y carne.
Se giró para dar la vuelta, cuando algo tapó la luz de la luna. Quolhad miró hacia arriba y vio algo enorme volando en círculos por encima del callejón. Una bestia gigante con grandes alas negras subía y bajaba, contra el círculo lunar. El animal proyectaba una densa sombra.
Sin saber muy bien por qué, a Quolhad se le pusieron los pelos blancos y de punta, y un horror sin límites le perforó el corazón. Retrocedió con los ojos muy abiertos hasta quedar sentado en los barriles. La piedra cayó de su mano.
El animal dio una vuelta, y de pronto bajó de golpe, y descendió en picado con aterradora velocidad. Un murciélago enorme y negro se precipitó hacia Quolhad.

La enorme bestia aterrizó delante de él con un rugido y abrió sus inmensas alas.
El sureño ahogó un grito.
Una tétrica faz, blanca como la cal, le miró con unos ojos de augurios terribles.
Un frío mortal congeló instantáneamente los miembros del sureño, que se quedó inmóvil, con la boca medio abierta. El ser habló súbitamente:

  • Quiero que sepas algo. – murmuró con lenta voz lapidaria – Te has cruzado en mi camino. Te has convertido en un estorbo para mí. Por tu culpa, tendré que alterar mis planes. Mis objetivos se verán retrasados.
    Alégrate por ello.
    Porque no podrás alegrarte por nada más.

El ser avanzó un paso, con la calma de una losa cerrándose sobre un ataúd.

  • No hiciste caso. Hablaste. Nada de lo que hagas puede escapar a mis oídos. Nadie, salvo uno, logró nunca enfurecerme. Tú has sido el segundo. Después del regreso imposible de Molqät, solamente tú te has interpuesto en mi camino. A él no pude dedicarme en su momento. Pero ahora... Nadie ni nada me retiene. Te odio.

Avanzó otro paso con sepulcral decisión.

  • Y te odiaré cuando estés muerto. Y odiaré a tu familia. Y a tus descendientes. Ninguno escapará de mi furia. Oye pues esto. Te maldigo hasta la muerte y más allá de ella. Por haber desobedecido, sucederán cosas terribles en esta ciudad. Por tu culpa, todos tus amigos sufrirán las terribles consecuencias.

Se paró ante el inanimado Quolhad, que lo escuchaba despavorido. Acercó su femenina pero a la vez inhumana faz a su rostro.

  • Que el peso de la muerte no se separe de tus descendientes. Que el odio no cese nunca y que la desgracia aceche en sus vidas. Aunque la tuya... se termine... ahora.
Quolhad no pudo gritar. Una zarpa salió disparada a su cuello, y lo levantó en el aire. El sureño no intentó debatirse. Los labios del monstruo, formando palabras mudas, recitaron antiguos poderes. Luego, el ser abrió una boca tan enorme que le desfiguró completamente el rostro, y unos inmensos colmillos como cuchillas atacaron con desgarradora ira.
Poco después, un gran murciélago se elevó en el aire. Dejó un cadáver cubierto de sangre y con la piel rajada por despiadadas navajas, allí tirado, en el sucio callejón.

Por la mañana, el comerciante de la tienda contigua descubrió el cuerpo. Con aire entre asustado y triste, informó a las autoridades de la ciudad. El revuelo que alcanzó el incidente entre los habitantes de Rangost no fue muy grande, pues desde la Capitanía no se pronunciaron, y las peleas callejeras no eran tan raras. Solamente algunos de los sureños que aún no habían perdonado la política de Gurunthar protestaron por el silencio de las autoridades, y exigieron una investigación al Capitán. Gurunthar habló en nombre de Dresteq y lo prometió. Estaba muy dolido, y lo mismo que los sureños se preguntaba qué podía haber ocurrido.

Dresteq había sufrido un sobresalto tremendo; y mientras Moeyia lloraba sin cesar en una sala de la Capitanía con el pequeño Qun en el regazo, el Capitán abrazaba a su esposa, y tenía los nervios a flor de piel. Gurunthar y Alatar el Sabio estaban con el cuerpo de Quolhad en la sala contigua, y hablaban rápido y en voz baja.

Podían pensar lo que quisieran, pues solamente Dresteq sabía la verdad. No bien supo la noticia, comprendió que aquello era la venganza por haberle hablado. Dresteq apretó los puños, furioso, con lágrimas en los ojos. Si encontraba el maldito asesino, se lo haría pagar caro.
Finalmente no pudo contenerse, y dejando a Jinyia y a los demás, entró en la cámara mortuoria, cerrando tras él la puerta. Alatar y Gurunthar lo miraron. Dresteq se acercó a Quolhad y observó su faz mutilada. Murmuró:

  • Atraparé a quien haya hecho esto. Sabrá quien manda en esta ciudad. Rangost no es morada de criminales y asesinos. Jamás lo permitiré. Más le vale al autor de esto estar a leguas de aquí, porque si lo llego a encontrar...

Dresteq observó de reojo a Alatar y a su padre. Alatar lanzó una mirada penetrante a Gurunthar, quien dijo:

  • Los soldados lo encontrarán, y se hará justicia. No lo dudes, hijo. No lo dudes.

Dresteq miró a su padre. Su rostro era firme. No parecía dispuesto a contar nada más. Su padre y Alatar no querían decirle nada. Ni ahora. Seguramente la muerte de Quolhad había confirmado sus sospechas. Pero ellos no sabían aún los motivos concretos. Y no parecían dispuestos a ayudarle.
Muy bien. Pues lo haría él solo.

Dresteq salió de la cámara. Sus pensamientos eran un torbellino de fuego y nubes de tormenta. No podía enviar a sus soldados por la ciudad, porque el asesino era muy astuto, y a buen seguro los evitaría. Pero tenía que hacer algo.
Sin embargo, su sentido común prevaleció aquella vez, y decidió no pensar en aquello durante los dos días siguientes, que irían llenos de los preparativos del funeral y de gente y conocidos que querrían visitar a Quolhad.
El asesino no huiría así como así, pensaba amargamente Dresteq. Se había librado del obstáculo solamente, pero aún no había cumplido su objetivo.

Los ritos funerarios de Quolhad fueron oficiados en la sala común de la Capitanía, y a ellos asistieron únicamente los familiares y amigos próximos, así como los demás sureños que vivían en Rangost.
Su cuerpo fue enterrado con honores el día siguiente por la tarde, en un coto cerca del Mausoleo de los Cazadores, en los bosques del Sur de Rangost. Una lápida con sus señas fue depositada sobre la tumba. Al introducirse pesadamente en la tierra, unas nubes oscurecieron el cielo, y sopló viento de tormenta. Alatar oteó el cielo intranquilo, con expresión asustada. Un relámpago impresionante rasgó el horizonte y un trueno espantoso los hizo saltar. Otro relámpago cayó, y esta vez a pocos metros, chamuscando un árbol cercano. Con angustiosos chillidos, un par de ardillas saltaron y se escabulleron rápidamente entre la maleza, mientras una serpiente zigzagueó cerca de las piernas de los asistentes. Al parecer no le agradaba nada aquello. Presentía algo.
Una bandada enorme de murciélagos fue iluminada por otro relámpago que descargó contra la lápida de Quolhad y con un horrible crujido la rompió en dos. Las ratas aladas chillaron y se colgaron del árbol que se encontraba encima de la tumba.
Justo entonces el vendaval llegó con un aullido de muerte, y relámpagos impresionantes zigzaguearon con más fuerza y cayeron cerca del claro. Los truenos retumbaron entre los árboles. Con aquello, todos los asistentes al entierro chillaron de terror y huyeron despavoridos. Muchos de los asistentes no volvieron jamás a visitar la tumba de Quolhad. La tumba estaba maldita. Y no quisieron saber nada de casualidades.

domingo, 5 de septiembre de 2010

55
El Último Capitán

8.El Hechizo

Fue durante los meses de invierno del año 2932 cuando Jinyia decidió pasar unos días en la casa de su padre, ayudándolo a cuidar a su esposa Moehyia, que se había puesto enferma, y a Qun, que a la edad de un año ya era tan revoltoso como cabía esperar. Dresteq estuvo de acuerdo, y Jinyia se mudó durante un par de semanas a la casa del Cerco de los Cazadores, a escasos cincuenta metros de la loma donde se alzaba la Fortaleza de la Capitanía. La enfermedad de Moehyia no era muy grave, pero la mujer, según el sanador, debía realizar reposo absoluto, y Quolhad ya era algo mayor para cuidarse de todo él solo.

El tercer día, ya cuando el cielo oscurecía después que el Sol hubiese abandonado el firmamento, llamaron a la puerta de la casa de Quolhad. Éste estaba con su esposa, así que pidió a Jinyia que fuese a abrir. La hija de Quolhad estaba a punto de acostar a su pequeño hermanastro Qun, pero salió con el niño a ver quien era.
Pasaron unos cinco minutos silenciosos, y luego Quolhad oyó como la puerta se cerraba y Jinyia volvía con el niño. Le preguntó:

  • ¿Quién era?
  • Nadie. No había nadie al otro lado de la puerta. Salí para asegurarme, pero el Cerco está vacío. No hay nadie andando por aquí. Quizá alguien se equivocó.

Quolhad asintió fatigado, pero no pudo dejar de ver una mirada algo rara en su hija. Parecía como ausente. Qun, el niño, estaba extrañamente silencioso, con los ojos muy abiertos. Sin embargo Quolhad no le prestó demasiada atención.

Pero aquella noche, el sureño se despertó. Jinyia dormía en la habitación contigua y oía su voz. Parecía estar hablando en sueños. Pero fueron sus palabras lo que le intrigaron:

  • No tienes por qué guardar secretos para mí. Soy tu esposa. ¿No estás de acuerdo? Sabes que puedes confiar en mí. ¿No me lo dirás?

Una y otra vez repetía las mismas palabras.
El padre de Jinyia se entristeció. Quizá hubiera problemas entre el Capitán Dresteq y su hija. Quizá no se llevaran tan bien como parecía. Quizá... Quolhad no quiso romperse la cabeza. Seguramente se trataría de alguna pequeña disputa. Ya se solucionaría. Y se volvió a dormir.

No pasó nada más de particular, hasta dos días después. Aquel día todos estaban más alegres, pues Moehyia parecía recuperarse. No requería tantas atenciones, e incluso ella le dijo a su esposo que fuera a dar una vuelta para tomar el fresco. Quolhad no le hizo caso, pero a media tarde Jinyia le pidió de pronto que fuera a comprar algo de comida para la cena. Así que se lo pensó mejor, y como todavía faltaban varias horas para la cena se propuso dar también un paseo por la ciudad.
Ya era tarde cuando volvía a su casa, y el sol se había puesto bajo el horizonte. Había disfrutado de una tarde maravillosa, incluso bajo aquel frío de diciembre. Entró en el recibidor con todos los paquetes, y de pronto se detuvo. Dio una ojeada rápida a la cocina, a su izquierda. Su hija estaba ahí. Sin Qun ni Moehyia. Pero no estaba sola. Un hombre alto, enorme, se hallaba vuelto de espaldas, con ropas oscuras. Un susurro sibilino salía de su boca. Jinyia lo miraba extrañamente tranquila, y no decía palabra alguna.
Quolhad tuvo un susto tan grande que casi se le detiene el corazón. Iba a gritar, pero de pronto el hombre se volvió, lo miró a los ojos, salió vertiginosamente de la cocina, cerró la puerta y se encaró con el sureño. Quolhad se había quedado mudo e intentaba retroceder, pero sus piernas no le obedecían.
La faz intensamente pálida del hombre era horrible. Su expresión denotaba contrariedad, burla y malicia a la vez. Oscura y venenosa, su media sonrisa bien podía ser una mueca de odio profundo y cruel. Sus ojos, ahora escondidos bajo sus largos cabellos, aún refulgían como brasas. Su nariz de ave de presa se inclinó hacia Quolhad, mientras una mano blanca y gélida lo cogía por el cuello.

  • Viejo entrometido. No vuelvas a interrumpir. No preguntes. No hables. A nadie. Te lo dije. No hables. A nadie. Y todo será mejor para ti. Habla, y morirás. Habla, y los tuyos morirán. Habla, y todos sufrirán trato cruel. Habla, y te arrepentirás de haber nacido, sucio viejo.

El hombre abrió su garra. Quolhad cayó al suelo, sin sentidos. Los paquetes quedaron en confuso montón, desparramados. Un viento gélido acompañó la despedida del visitante.
Cuando Quolhad volvió en sí, se encontraba en la cama. Jinyia lo estaba llamando, asustada.

No hables. A nadie. Aún oía estas palabras en su cabeza, como si su memoria tuviese miedo de perderlas y las repitiese una y otra vez, hasta el infinito.
Y Quolhad calló. No dijo nada a nadie. Ni a su hija, que al parecer no recordaba nada de lo sucedido. Nada. Como ya había prometido muchos años antes. En aquel bosque nevado, en ese invierno tan cruel. Para salvar su vida había prometido no revelar nunca el paradero del jinete, que había estado oculto en Rangost desde entonces, y ayudarlo si éste lo necesitaba. El monstruo quería un aliado en la ciudad y él había sucumbido. Después de tanto tiempo había creído que se había marchado. Pero al parecer no era así.
No, no dijo nada a nadie. Pero nunca más volvió a sonreír.

Pocos días después, Moehyia se había recuperado del todo, y Jinyia pudo volver antes a la Capitanía. Entonces fue Dresteq quien invitó a Quolhad y su familia a pasar un día en la Capitanía, y compartir experiencias. Éste aceptó encantado.
Fue un día estupendo, sobretodo para el pequeño Qun, que fue la atracción preferida de todos. Quolhad y su mujer pudieron visitar la Capitanía, y Gurunthar gozó explicando al sureño todos los hechos históricos de renombre ocurridos en la ciudad, desde su épica fundación.
Después de una cena ostentosa y la despedida, llegó la hora de irse, pero Quolhad quiso bajar antes a pasear un poco por los jardines. En la sala de las comidas no quedaba casi nadie, solamente Jinyia con Qun y Moehyia.

El sureño bajó a la planta baja y salió al aire frío del atardecer. Anduvo entre los setos magníficamente recortados y los árboles de las más variadas formas y colores, algunos sin hojas, dando la vuelta a la fortaleza. De pronto oyó voces, un poco más adelante. Eran Gurunthar y Alatar el Sabio, a quien habían visto solamente un breve momento por la mañana. Les acompañaba el zorro blanco del sabio, que los miraba inteligentemente, como si entendiese todo cuanto decían. Gurunthar, aún con su edad, se conservaba bien; con su alta estatura y su corpulenta complexión física parecía una torre al lado del encorvado anciano de barba blanca y túnica azul añil.

Parecían estar hablando de algo serio, y como Quolhad no quería entrometerse decidió dar la vuelta y marcharse. Pero unas palabras de Gurunthar lo detuvieron, y le hicieron esconderse detrás de unos setos.

  • ¿Crees que debemos esperar más tiempo a decírselo? Es tradición que el secreto sea confiado al nuevo Capitán una vez éste toma el puesto.
  • Conozco la tradición, amigo mío. Pero sigo pensando que en este caso hay ciertas circunstancias que no debemos pasar por alto.
  • ¿Desconfías de mi hijo, Alatar, viejo amigo? Él no revelaría nunca el secreto. Además, nunca he comprendido muy bien los motivos reales por los que este secreto se conserva como tal. ¿No puedes decirme nada al respecto?

Alatar se detuvo y miró largamente al firmamento, mientras acariciaba a Nebula, el zorro. Luego, con un suspiro, se volvió hacia Gurunthar.

  • Lo que les ocurrió a Raïq y a vuestro antepasado Molqät en las minas hace ya tanto tiempo es importante, porque en el relato de Molqät se habla de un Anillo. Y sospecho que el valor de esta joya va mucho más allá de la naturaleza de sus materiales nobles. Tengo mensajeros que consultan los hechos que considero importantes con mis iguales en el Oeste. He sabido por ellos que el Oscuro Señor, que las antiguas leyendas relacionan con el mítico Día Negro y la Tormenta, dos pasajes tenebrosos de la historia de Rangost, tuvo especial interés en unos anillos. Hace tanto tiempo que ocurrió todo esto que es poca la gente de Rhûn que recuerda o sabe algo de lo que te voy a contar ahora. En aquellas épocas remotas, Sauron el Oscuro Señor, construía aún su torre en la tierra de Mordor, muchas leguas al suroeste de aquí. Sauron era muy poderoso, mucho más que el legendario demonio del Último Desierto. Por aquel entonces tenía aún la habilidad de engañar a hombres y también a otras razas, como enanos y elfos. Fue a éstos últimos, pertenecientes a una estirpe poderosa y sabia, a quienes persuadió para hacer los Grandes Anillos. Éstos eran joyas de gran poder, poder que en un principio serviría para realizar grandes maravillas y crecer en sabiduría y nobleza; y sus hacedores estuvieron muy orgullosos de su obra. Hubo diecinueve Grandes Anillos, y en la forja de todos ellos ayudó Sauron excepto en tres, pero entonces Sauron forjó una joya que debía dominar a las demás, el vigésimo anillo, el llamado Anillo Único, con un gran poder porque el Señor Oscuro cedió en él parte del suyo. De esta forma, Sauron podría gobernar sobre todos los que llevaran los otros Anillos.
    Pero los elfos adivinaron sus intenciones a tiempo y descubrieron el engaño. De esta forma, los tres que habían sido hechos sin su ayuda fueron escondidos, y por lo que sé aún lo están y es poca la gente que sabe su paradero. Pero los otros dieciséis habían sido distribuidos entre los distintos pueblos de la Tierra Media. Nueve fueron dados a orgullosos Reyes de los Hombres, y Siete a los siete Padres de los Enanos. Sauron, al ver descubiertas sus intenciones, intentó recuperar todos los Anillos del Poder. Recuperó a los Nueve y esclavizó a sus portadores. Creo que ahora se han convertido en terribles demonios espectrales a sus órdenes. Pero los Siete fueron más difíciles de encontrar. Algunos los halló, pero la mayoría fueron destruidos, porque con ellos los Enanos ganaron grandes riquezas, que atrajeron a los ominosos Dragones. Estos monstruos diezmaron sus pueblos y reinos y se quedaron con todos sus tesoros. Y, según se cree, destruyeron los Anillos de los Enanos que Sauron no encontró, pues su poder devastador era y es muy grande. Sin embargo, según la historia contada por vuestro antepasado Molqät, Nakmaring, el dragón de las frías minas del norte, no destruyó el Segundo de los Siete, pues su codicia fue más grande que la sed de destrucción. Algo que me asombra que no haya pasado más a menudo, tratándose de grandes joyas. Por otra parte, Sauron fue derrotado más tarde por una Gran Alianza de pueblos, y el Anillo Único le fue arrebatado, y según se cree, fue destruido y se perdió para siempre. Pero Sauron, no se sabe cómo, está creciendo otra vez, muy lentamente. La Tormenta que casi destruyó Rangost en la antigüedad constituyó su paso hacia el Oeste, después de un exilio de varios años en el Último Desierto con su sirviente. Éste no es otro que la Vampira Jandwathe, que aparece muchas veces a lo largo de la historia de vuestro pueblo, un poderoso espíritu al servicio de su amo por ahora aún débil. Es por esa razón que debemos tener gran celo en guardar este secreto. En las Minas del Norte existe un Anillo con grandiosos poderes, custodiado por un poderoso dragón. Quién sabe qué podría pasar si cayera en manos inadecuadas. Si Sauron o su sirviente supieran de él, no dudarían en atacar a Nakmaring, o incluso ganarlo para su causa, y obtener tan preciada joya. Y con otro Gran Anillo en su poder, el mal crecería aún más por toda la Tierra Media, y quizá Sauron tuviera entonces suficiente fuerza para volver a dominar la Tierra Media con el poder de antes.

Gurunthar quedó un rato silencioso. Quolhad, que estaba profundamente impresionado, observó como permanecía tenso, al lado de Alatar. Luego, preguntó:

  • ¿Y mi hijo, qué tiene que ver con todo esto que has explicado? ¿Qué temes?
  • Hace varios años que están ocurriendo cosas muy raras. No tengo ninguna duda que fueron los ejércitos de murciélagos de Jandwathe quienes ahuyentaron a los sureños hacia el norte. Ya entonces te previne, porque intuía alguna malvada estratagema. La Vampira es muy astuta, y lamentablemente lo ha demostrado varias veces. Poco después, un misterioso jinete secuestró a la muchacha Jinyia, y casualmente tu hijo estaba allí. Consiguió rescatarla, pero el jinete desapareció, haciendo que despertasen los terribles espectros. Otra vez casualmente, ambos sobrevivieron a la experiencia, cuando me consta que, por más valiente que sea tu hijo, no podría haber escapado nunca de un ejército de esos demonios, a no ser que fuera algo premeditado. Tengo graves sospechas de ese jinete, y me temo que pueda ser un espía y sirviente de Jandwathe. Lo que no sé es cómo piensa utilizar todo esto en su beneficio. No sé por qué la Vampira aterroriza a los sureños de esta forma, ni si tu hijo tiene algo que ver con ello. Aparentemente actúa sin objetivo alguno, pero en estos casos las apariencias suelen engañar. De hecho, estoy aún muy confuso.
    Por todo ello te pido que guardes este secreto más tiempo. No podemos pecar de imprudentes, y menos con semejantes enemigos. No sería la primera vez que ocurre una desgracia.
Alatar se volvió, con una expresión grave en el rostro, como si recordase dolorosos hechos pasados. Luego añadió:

  • Esta ciudad, todos los Capitanes de Cazadores, son guardianes de un secreto tan grande y a la vez tan débil que solamente se puede proteger con su silencio. Estamos aislados de todo el mundo. Aún cuando exista comercio con el Oeste y con las Colinas de Hierro, la distancia es enorme; y con el resto de Rhûn no tenemos trato alguno. Estamos solos ante un peligro enorme que no nos dañará hasta que le demos motivos para ello. Y creo que ahora puedes entender mejor mi opinión, ¿no es así, Capitán Gurunthar?
  • Sí, viejo amigo. Gracias por confiar en mí una vez más. Seguiré tu sabio consejo. Dresteq no conocerá el secreto hasta que creas que no hay peligro.

Quolhad quedó meditabundo. Un secreto. Un gran secreto. Un terrible secreto.
“No tienes por qué guardar secretos para mí. Soy tu esposa”, hablaba en sueños Jinyia, “¿No estás de acuerdo? Sabes que puedes confiar en mí. ¿No me lo dirás?”. Incluso una mente sencilla como la del sureño intuía algo monstruoso detrás de esas palabras.
El jinete. Jinyia. Ahora todo empezaba a encajar en la cabeza de Quolhad. Y escalofríos de horror, dolor e ira le recorrieron la espalda.

Jinyia de alguna manera hacía la voluntad de ese asesino.