jueves, 27 de septiembre de 2012

59
El Último Capitán

12.Voluntades cautivas

A finales de diciembre, en un atardecer particularmente neblinoso, Dresteq se hallaba en la Sala de los Archivos, donde tiempo atrás Quolhad le había informado de los terribles hechos que aún le atormentaban.

Dresteq no se concentraba en su trabajo, referente a unas leyes antiguas, y sus pensamientos volaban rápido hacia Jinyia y su mirada, más bella que la de cualquier estrella. Se le aparecía delante de sus ojos, con aquella sonrisa que hacía dar un salto de pura alegría al corazón, y oía en su cabeza la suave voz hablándole, calmándole, consolándole.
Y Dresteq no podía decirle nunca nada de sus preocupaciones. Y veía como ella se entristecía, callaba, y cambiaba de tema. Pero nunca dejaba de preguntar, una y otra vez.
Todo habría sido más sencillo con un hijo, pensaba Dresteq amargamente. Hacía ya tiempo que quería que su amor diera sus frutos, y naciera algún joven heredero o alguna doncella que arrojase luz a toda aquella atmósfera tétrica, cuya única salida se hallaba en el rostro de su esposa, poco a poco horadado por las marcas de una profunda congoja. Pero parecía que el destino jugara siempre en su contra,  y ningún hijo daba signos de llegar. Él mismo estaba extrañado y asustado, como también muchos de los habitantes de Rangost.

-          ¿Tú quieres un hijo? – dijo una fría voz – Pues sabes perfectamente lo que yo quiero. Y la paciencia se termina... como sangre escurriéndose entre los dedos...

Dresteq dio un grito de horror al oír los espectrales balbuceos muy cerca de su oreja derecha.  Oyó un gruñido y una garra de hielo lo alzó por el cuello y lo arrojó encima de la mesa. Papeles y tinteros volaron en todas direcciones. Dresteq quedó allí, respirando el glacial aliento del gigantesco jinete. Sus mechones oscuros caían sin orden encima de la cara del Capitán, que no podía apartar la mirada de los brillantes ojos del asesino. La voluntad del jinete hurgaba en su mente, buscando con violencia. Su rostro se fue volviendo aún más cenizo por la decepción. Cerró un momento los ojos.

Cuando los abrió, una horrible expresión de depredador apareció en su rostro, dejando entrever unos colmillos exagerados que se iluminaron por unos instantes a la luz de la luna naciente. Su boca se contorsionó y su rostro ya no parecía humano. Unas fauces espantosas borraron todo rastro de compasión.

La bestia rugió llena de ira:

-          ¡Se terminó el tiempo! ¿Qué te ha revelado el viejo? ¡Di lo que escondes!

Dresteq tragó saliva, pero no respondió. Seguía mirando aquel monstruo que en nada parecía ya humano. Su piel se le había vuelto rugosa y de un blanco lechoso, y sus ojos de pupila vertical estaban inundados de rojo sangre. Era el rostro de un animal. Cerró los ojos, y tensó los puños.

-          ¿Desobedeces?¿Te has vuelto mudo?¿Desafías el poder de la Señora? ¡Estúpido mortal! Rangost lo pagará con creces. Tu mujer sufrirá en propia carne las consecuencias de tu estupidez.  ¡No me detendré ante nada! ¿Oyes el viento de la muerte? ¡Siente, pues, mi cólera!

Dresteq abrió de golpe los ojos cuando algo tan poderoso que parecía un huracán azotó con violencia los anchos cortinajes, arrancándolos de los sustentáculos y lanzándolos furiosamente por los aires. Una inconmensurable ráfaga de viento oscuro arrolló la sala arrojando al suelo todo lo que se interponía en su camino: los muebles se desmoronaron con estrépito, las sillas y candelabros fueron catapultados en todas direcciones, y los pergaminos se desintegraron en miles de partículas de polvo. La sala pronto se convirtió en el centro de una irrefrenable tormenta que amenazaba con hundir techo y paredes. El tronar y resoplar del viento llenó los oídos de Dresteq. El aire se hizo irrespirable bajo aquel huracán de tinieblas.
El Capitán mantenía los ojos abiertos como platos, y pudo distinguir entre el vendaval una horda de murciélagos que daba un veloz rodeo al torbellino y volvía a salir. Dresteq miró con dificultad hacia la ventana, mientras las garras de hielo le apretaban cruelmente el cuello. El cielo estaba infestado de nubes de murciélagos gigantes. ¡Estaban atacando la Capitanía! ¡Jinyia! ¡Estaba sola abajo!

En aquel momento, la puerta se abrió con lentitud y volvió a cerrarse de golpe con tal estrépito que fue arrancada de sus goznes y se incrustó en la pared del pasillo de enfrente. Gurunthar, blandiendo una gran lanza, junto con un grupo de sus antiguos hombres, todos fuertemente armados, se encontraba en la entrada. Lanzando un grito de furia, penetraron en la tormenta cuando ésta menguó, y se precipitaron contra el jinete asesino. Éste dio un salto y derribó al padre de Dresteq, que dejó caer la lanza. Al instante, las espadas de los otros bajaron veloces hacia su cuello, pero dando un violento giro, el vampiro interpuso a Gurunthar en medio. Las espadas se detuvieron. El viento amainó súbitamente, y un candelabro que aún volaba se estrelló con fuerza contra la mesa de Dresteq. Con la velocidad del rayo, un pesado silencio sepultó la habitación.
El jinete se levantó y se encaró a los atacantes con un odio extremo en sus inhumanas pupilas verticales.

-          Atrás, contra la pared – silbó por lo bajo – O este viejo saldrá volando por la ventana. Atrás. Porque antes de caer al patio no quedarán ni sus sucios huesos. Os lo aseguro.

Como respondiendo a tal afirmación, un coro de chillidos salió de la nube de murciélagos que sobrevolaba la Capitanía en círculos.
Gurunthar, si bien estaba casi ahogándose en el abrazo mortal del monstruo, mantenía una expresión totalmente firme, y negó como pudo la orden dada por el asesino.

-          Atacad – logró articular – Atacad y matadle. Ahoraa... aaggghh...

El jinete aumentó la fuerza letal del brazo que rodeaba el cuello del viejo Gurunthar.
Los hombres del antiguo Capitán se mostraban tensos e indecisos. Se miraban rápidamente entre sí. Pero de pronto, una orden baja salió de sus espaldas.

-          Apartaos – ordenaba Dresteq – haced lo que dice. Ya me ocuparé  yo.

Gurunthar seguía negando con la cabeza.

-          ¡Contra la pared! – gritó Dresteq levantándose - ¡Ya! ¡Es una orden!

El color de la cara de Gurunthar se oscurecía por momentos. Su cabeza ya no se movía. Los soldados obedecieron finalmente, y se arrinconaron apresuradamente contra una esquina, donde antes se habían alzado los estantes de pergaminos.

Dresteq se acercó al jinete, quien sacudió a modo de escudo a su padre.

-          Si aún lo quieres, vas a obedecerme.

El jinete disminuyó la presión, y la sangre volvió lentamente a recorrer con normalidad por la cabeza de Gurunthar. Lo suficiente como para negar con la cabeza una vez más.
Dresteq contempló a su padre, que le imploraba con los ojos. Unos ojos de tristeza profunda, recubiertos de un velo tenue de esperanza.

Dresteq sabía que aquello era un burdo chantaje. Su padre había roto los planes del vampiro, y éste intentaba una salida desesperada. Tal como estaban las cosas, su padre que ahora ya conocía toda la situación, jamás revelaría el secreto. Preferiría llevárselo a la tumba, pues Alatar también participaba del mismo y por tanto podría ser conservado igualmente. El vampiro lo sabía muy bien. Ya no podía presionar más a Dresteq para que intentara que Gurunthar le contara el secreto. Su estratagema se había terminado. ¿Pero qué intentaba hacer ahora?
Dentro de su corazón, la tozudez e indomable determinación de Dresteq le forjaba con fuego abrasador un coraje nuevo. Por un momento llegó a la conclusión que todo lo que debía hacer era atacar y matar a la bestia. Esto antes que ceder a ningún chantaje bajo el cual resultase afectada otra gente inocente. Esto antes que su orgullo personal. Esto antes que el no querer reconocer que su padre tuviera razón. Sería capaz de humillarse y pedir perdón antes que ceder. Ahora sí. Nada le importaba ya. Había encontrado el verdadero coraje.

Solamente por un momento.

Una tozudez indomable le embargaba desde el nacimiento, sin duda, pero indomable para los hombres. Y el ser que lo miraba fijamente con ojos de brillo espectral ya no era un hombre. Bajo su mirada prolongada, una lucha se fraguó en el interior del Capitán. Su incorruptible voluntad fue asaltada por otra voluntad que arremetía con ira profunda, causando graves grietas en los muros de su mente y corazón. Una voluntad devastadora, que le hizo contraer los labios de dolor, debilitó sus piernas hasta hacerle caer y le arrancó de la garganta un alarido de locura.
Dresteq bajó bruscamente la cabeza hasta el suelo, y sus cabellos se descolgaron sobre la superficie de piedra. Así estuvo unos segundos, en los que la tensión aprisionó el aire. Lentamente volvió a levantarla. Sus ojos miraron directamente a su padre, y Gurunthar los vio. No brillaban. No había vida en ellos. Cerró los suyos, y lloró.

El jinete, que había necesitado más fuerza de la que creía para dominarlo, esbozó una sonrisa. 

Dresteq era suyo.

Con una algarabía de chillidos, una nube de murciélagos penetró de pronto en la habitación, rompiendo el silencio y arremetiendo contra los hombres de Gurunthar, quienes soltaron gritos de terror, imploraron y suplicaron, y sacaron sus armas, que fueron inútiles. Prestamente aquellos hombres valientes se desplomaron sin vida, debido al veneno de los colmillos y la pérdida de sangre. Gurunthar se debatió dentro de su prisión y sus ojos quedaron inundados de lágrimas, mas fue en vano.

Poco la luna se movió en el cielo nublado hasta que la puerta de los aposentos oficiales del Capitán se abrieran. Dresteq salió cautamente, llevando en sus brazos a su padre, inconsciente. El jinete, tapado con pesados ropajes oscuros, lo seguía de cerca.
El Capitán llevó a Gurunthar a sus habitaciones, situadas en el tercer piso, cerrando en ellas los cortinajes y, después que entrara el asesino, también la puerta. En los pisos inferiores se oían gritos y lamentos. Las nube de murciélagos aún atacaban, y todo el mundo se encontraba en los bajos de la Capitanía luchando como podía.

Instantes después los vampiros se retiraban en formación de la Capitanía, todos al mismo tiempo como si un remolino los hubiera aspirado o una mano ahuyentado. Un extraño silencio invadió la Capitanía, en aquellas horas de noche oscura.
El ataque había concluido, pero el alcance del mismo no se conoció en todo su horror hasta mucho tiempo después.

Porque poco después el Capitán informaba que él, su padre y algunos soldados habían quedado atrapados en los pisos superiores, y solamente después de una lucha terrible en la que había resultado muerta su guardia personal pudieron escapar de las terroríficas alimañas.

Pero Gurunthar había sido herido de gravedad, según un Dresteq algo ausente, ausente quizá debido al terrible sobresalto creyó la mayoría. Debido a eso se le había llevado a su habitación, y acto seguido Dresteq prohibió acercarse a ella. Por aquella noche poco más podía hacerse, y su padre estaba durmiendo de fatiga y no parecía estar a punto de morir, pese a estar muy débil. De esta forma Dresteq negó todo acercamiento a su padre y todo el mundo siguió sus órdenes.

En días venideros, Dresteq se las compuso para mantener la situación tal como le había ordenado el vampiro. Su voluntad ya no contaba. Estaba escondida, degradada a una simple presencia al fondo de su mente, gobernada por una montaña oscura que le aprisionaba y le oprimía. Apenas si existía.
Gurunthar debía seguir prisionero porque el jinete no lograba sus propósitos. Intentó una y otra vez invadir la mente del viejo Gurunthar buscando violentamente hasta hacerle gritar de dolor. Pero no lograba penetrar en el secreto. Algo lo velaba. Llegó a la conclusión que Alatar debía haber protegido de alguna forma el secreto guardado en la mente de Gurunthar. Y hasta que Gurunthar no lo revelase con sus propias palabras no podría hacerse con él. En aquellos momentos odió al viejo mago con todo su ser.

Dresteq desoyó los consejos y ruegos de los curanderos y demás gente de sabiduría en males y fatigas, e impidió que nadie se acercara a su padre. Alegó que Gurunthar se hallaba tan débil que la búsqueda de remedios o antídotos lo matarían. El veneno de los murciélagos le había penetrado y, según Dresteq, no había nadie en Rangost que tuviera sabiduría con esa clase de males. Además, al parecer su padre le había dicho personalmente que no quería visitas de ningún tipo salvo las de su hijo.

Pasaron los días, y Jinyia se percató del cambio en el carácter de su esposo. Su amor se había vuelto un simple juego de miradas, como si encontrarse al final del día solamente fuera un bálsamo para algún mal desconocido. Compartían unas pocas horas al día, y durante las mismas apenas hablaban. Pensó que Dresteq estaba preocupado por su padre, y le pidió más de una vez el permiso para verlo y hacerle compañía durante las largas horas que el Capitán pasaba en sus trabajos de leyes o atendiendo las quejas o sugerencias de la población. Pero Dresteq se opuso con rotundidad, y aquello extrañó a Jinyia. Estaba muy raro, como ausente todo el día, y sus ojos habían perdido la vivacidad que les era característica.

Al jinete, que moraba ahora en la Capitanía oculto en las habitaciones de Gurunthar para vigilarle y mantenerle controlado, le llegaron noticias de ello. Le preocupaba la situación, pues Jinyia podía constituir un serio problema. No podía hacerle daño porque se rompería el lazo que sujetaba la voluntad de Dresteq. Pero tampoco podía permitir que se preocupara de esa forma sin hacer nada, porque era capaz de ponerse en contacto con el mago. Debía empezar cuanto antes su estratagema, e intentar matar dos pájaros de una cruel pedrada.

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