domingo, 5 de septiembre de 2010

55
El Último Capitán

8.El Hechizo

Fue durante los meses de invierno del año 2932 cuando Jinyia decidió pasar unos días en la casa de su padre, ayudándolo a cuidar a su esposa Moehyia, que se había puesto enferma, y a Qun, que a la edad de un año ya era tan revoltoso como cabía esperar. Dresteq estuvo de acuerdo, y Jinyia se mudó durante un par de semanas a la casa del Cerco de los Cazadores, a escasos cincuenta metros de la loma donde se alzaba la Fortaleza de la Capitanía. La enfermedad de Moehyia no era muy grave, pero la mujer, según el sanador, debía realizar reposo absoluto, y Quolhad ya era algo mayor para cuidarse de todo él solo.

El tercer día, ya cuando el cielo oscurecía después que el Sol hubiese abandonado el firmamento, llamaron a la puerta de la casa de Quolhad. Éste estaba con su esposa, así que pidió a Jinyia que fuese a abrir. La hija de Quolhad estaba a punto de acostar a su pequeño hermanastro Qun, pero salió con el niño a ver quien era.
Pasaron unos cinco minutos silenciosos, y luego Quolhad oyó como la puerta se cerraba y Jinyia volvía con el niño. Le preguntó:

  • ¿Quién era?
  • Nadie. No había nadie al otro lado de la puerta. Salí para asegurarme, pero el Cerco está vacío. No hay nadie andando por aquí. Quizá alguien se equivocó.

Quolhad asintió fatigado, pero no pudo dejar de ver una mirada algo rara en su hija. Parecía como ausente. Qun, el niño, estaba extrañamente silencioso, con los ojos muy abiertos. Sin embargo Quolhad no le prestó demasiada atención.

Pero aquella noche, el sureño se despertó. Jinyia dormía en la habitación contigua y oía su voz. Parecía estar hablando en sueños. Pero fueron sus palabras lo que le intrigaron:

  • No tienes por qué guardar secretos para mí. Soy tu esposa. ¿No estás de acuerdo? Sabes que puedes confiar en mí. ¿No me lo dirás?

Una y otra vez repetía las mismas palabras.
El padre de Jinyia se entristeció. Quizá hubiera problemas entre el Capitán Dresteq y su hija. Quizá no se llevaran tan bien como parecía. Quizá... Quolhad no quiso romperse la cabeza. Seguramente se trataría de alguna pequeña disputa. Ya se solucionaría. Y se volvió a dormir.

No pasó nada más de particular, hasta dos días después. Aquel día todos estaban más alegres, pues Moehyia parecía recuperarse. No requería tantas atenciones, e incluso ella le dijo a su esposo que fuera a dar una vuelta para tomar el fresco. Quolhad no le hizo caso, pero a media tarde Jinyia le pidió de pronto que fuera a comprar algo de comida para la cena. Así que se lo pensó mejor, y como todavía faltaban varias horas para la cena se propuso dar también un paseo por la ciudad.
Ya era tarde cuando volvía a su casa, y el sol se había puesto bajo el horizonte. Había disfrutado de una tarde maravillosa, incluso bajo aquel frío de diciembre. Entró en el recibidor con todos los paquetes, y de pronto se detuvo. Dio una ojeada rápida a la cocina, a su izquierda. Su hija estaba ahí. Sin Qun ni Moehyia. Pero no estaba sola. Un hombre alto, enorme, se hallaba vuelto de espaldas, con ropas oscuras. Un susurro sibilino salía de su boca. Jinyia lo miraba extrañamente tranquila, y no decía palabra alguna.
Quolhad tuvo un susto tan grande que casi se le detiene el corazón. Iba a gritar, pero de pronto el hombre se volvió, lo miró a los ojos, salió vertiginosamente de la cocina, cerró la puerta y se encaró con el sureño. Quolhad se había quedado mudo e intentaba retroceder, pero sus piernas no le obedecían.
La faz intensamente pálida del hombre era horrible. Su expresión denotaba contrariedad, burla y malicia a la vez. Oscura y venenosa, su media sonrisa bien podía ser una mueca de odio profundo y cruel. Sus ojos, ahora escondidos bajo sus largos cabellos, aún refulgían como brasas. Su nariz de ave de presa se inclinó hacia Quolhad, mientras una mano blanca y gélida lo cogía por el cuello.

  • Viejo entrometido. No vuelvas a interrumpir. No preguntes. No hables. A nadie. Te lo dije. No hables. A nadie. Y todo será mejor para ti. Habla, y morirás. Habla, y los tuyos morirán. Habla, y todos sufrirán trato cruel. Habla, y te arrepentirás de haber nacido, sucio viejo.

El hombre abrió su garra. Quolhad cayó al suelo, sin sentidos. Los paquetes quedaron en confuso montón, desparramados. Un viento gélido acompañó la despedida del visitante.
Cuando Quolhad volvió en sí, se encontraba en la cama. Jinyia lo estaba llamando, asustada.

No hables. A nadie. Aún oía estas palabras en su cabeza, como si su memoria tuviese miedo de perderlas y las repitiese una y otra vez, hasta el infinito.
Y Quolhad calló. No dijo nada a nadie. Ni a su hija, que al parecer no recordaba nada de lo sucedido. Nada. Como ya había prometido muchos años antes. En aquel bosque nevado, en ese invierno tan cruel. Para salvar su vida había prometido no revelar nunca el paradero del jinete, que había estado oculto en Rangost desde entonces, y ayudarlo si éste lo necesitaba. El monstruo quería un aliado en la ciudad y él había sucumbido. Después de tanto tiempo había creído que se había marchado. Pero al parecer no era así.
No, no dijo nada a nadie. Pero nunca más volvió a sonreír.

Pocos días después, Moehyia se había recuperado del todo, y Jinyia pudo volver antes a la Capitanía. Entonces fue Dresteq quien invitó a Quolhad y su familia a pasar un día en la Capitanía, y compartir experiencias. Éste aceptó encantado.
Fue un día estupendo, sobretodo para el pequeño Qun, que fue la atracción preferida de todos. Quolhad y su mujer pudieron visitar la Capitanía, y Gurunthar gozó explicando al sureño todos los hechos históricos de renombre ocurridos en la ciudad, desde su épica fundación.
Después de una cena ostentosa y la despedida, llegó la hora de irse, pero Quolhad quiso bajar antes a pasear un poco por los jardines. En la sala de las comidas no quedaba casi nadie, solamente Jinyia con Qun y Moehyia.

El sureño bajó a la planta baja y salió al aire frío del atardecer. Anduvo entre los setos magníficamente recortados y los árboles de las más variadas formas y colores, algunos sin hojas, dando la vuelta a la fortaleza. De pronto oyó voces, un poco más adelante. Eran Gurunthar y Alatar el Sabio, a quien habían visto solamente un breve momento por la mañana. Les acompañaba el zorro blanco del sabio, que los miraba inteligentemente, como si entendiese todo cuanto decían. Gurunthar, aún con su edad, se conservaba bien; con su alta estatura y su corpulenta complexión física parecía una torre al lado del encorvado anciano de barba blanca y túnica azul añil.

Parecían estar hablando de algo serio, y como Quolhad no quería entrometerse decidió dar la vuelta y marcharse. Pero unas palabras de Gurunthar lo detuvieron, y le hicieron esconderse detrás de unos setos.

  • ¿Crees que debemos esperar más tiempo a decírselo? Es tradición que el secreto sea confiado al nuevo Capitán una vez éste toma el puesto.
  • Conozco la tradición, amigo mío. Pero sigo pensando que en este caso hay ciertas circunstancias que no debemos pasar por alto.
  • ¿Desconfías de mi hijo, Alatar, viejo amigo? Él no revelaría nunca el secreto. Además, nunca he comprendido muy bien los motivos reales por los que este secreto se conserva como tal. ¿No puedes decirme nada al respecto?

Alatar se detuvo y miró largamente al firmamento, mientras acariciaba a Nebula, el zorro. Luego, con un suspiro, se volvió hacia Gurunthar.

  • Lo que les ocurrió a Raïq y a vuestro antepasado Molqät en las minas hace ya tanto tiempo es importante, porque en el relato de Molqät se habla de un Anillo. Y sospecho que el valor de esta joya va mucho más allá de la naturaleza de sus materiales nobles. Tengo mensajeros que consultan los hechos que considero importantes con mis iguales en el Oeste. He sabido por ellos que el Oscuro Señor, que las antiguas leyendas relacionan con el mítico Día Negro y la Tormenta, dos pasajes tenebrosos de la historia de Rangost, tuvo especial interés en unos anillos. Hace tanto tiempo que ocurrió todo esto que es poca la gente de Rhûn que recuerda o sabe algo de lo que te voy a contar ahora. En aquellas épocas remotas, Sauron el Oscuro Señor, construía aún su torre en la tierra de Mordor, muchas leguas al suroeste de aquí. Sauron era muy poderoso, mucho más que el legendario demonio del Último Desierto. Por aquel entonces tenía aún la habilidad de engañar a hombres y también a otras razas, como enanos y elfos. Fue a éstos últimos, pertenecientes a una estirpe poderosa y sabia, a quienes persuadió para hacer los Grandes Anillos. Éstos eran joyas de gran poder, poder que en un principio serviría para realizar grandes maravillas y crecer en sabiduría y nobleza; y sus hacedores estuvieron muy orgullosos de su obra. Hubo diecinueve Grandes Anillos, y en la forja de todos ellos ayudó Sauron excepto en tres, pero entonces Sauron forjó una joya que debía dominar a las demás, el vigésimo anillo, el llamado Anillo Único, con un gran poder porque el Señor Oscuro cedió en él parte del suyo. De esta forma, Sauron podría gobernar sobre todos los que llevaran los otros Anillos.
    Pero los elfos adivinaron sus intenciones a tiempo y descubrieron el engaño. De esta forma, los tres que habían sido hechos sin su ayuda fueron escondidos, y por lo que sé aún lo están y es poca la gente que sabe su paradero. Pero los otros dieciséis habían sido distribuidos entre los distintos pueblos de la Tierra Media. Nueve fueron dados a orgullosos Reyes de los Hombres, y Siete a los siete Padres de los Enanos. Sauron, al ver descubiertas sus intenciones, intentó recuperar todos los Anillos del Poder. Recuperó a los Nueve y esclavizó a sus portadores. Creo que ahora se han convertido en terribles demonios espectrales a sus órdenes. Pero los Siete fueron más difíciles de encontrar. Algunos los halló, pero la mayoría fueron destruidos, porque con ellos los Enanos ganaron grandes riquezas, que atrajeron a los ominosos Dragones. Estos monstruos diezmaron sus pueblos y reinos y se quedaron con todos sus tesoros. Y, según se cree, destruyeron los Anillos de los Enanos que Sauron no encontró, pues su poder devastador era y es muy grande. Sin embargo, según la historia contada por vuestro antepasado Molqät, Nakmaring, el dragón de las frías minas del norte, no destruyó el Segundo de los Siete, pues su codicia fue más grande que la sed de destrucción. Algo que me asombra que no haya pasado más a menudo, tratándose de grandes joyas. Por otra parte, Sauron fue derrotado más tarde por una Gran Alianza de pueblos, y el Anillo Único le fue arrebatado, y según se cree, fue destruido y se perdió para siempre. Pero Sauron, no se sabe cómo, está creciendo otra vez, muy lentamente. La Tormenta que casi destruyó Rangost en la antigüedad constituyó su paso hacia el Oeste, después de un exilio de varios años en el Último Desierto con su sirviente. Éste no es otro que la Vampira Jandwathe, que aparece muchas veces a lo largo de la historia de vuestro pueblo, un poderoso espíritu al servicio de su amo por ahora aún débil. Es por esa razón que debemos tener gran celo en guardar este secreto. En las Minas del Norte existe un Anillo con grandiosos poderes, custodiado por un poderoso dragón. Quién sabe qué podría pasar si cayera en manos inadecuadas. Si Sauron o su sirviente supieran de él, no dudarían en atacar a Nakmaring, o incluso ganarlo para su causa, y obtener tan preciada joya. Y con otro Gran Anillo en su poder, el mal crecería aún más por toda la Tierra Media, y quizá Sauron tuviera entonces suficiente fuerza para volver a dominar la Tierra Media con el poder de antes.

Gurunthar quedó un rato silencioso. Quolhad, que estaba profundamente impresionado, observó como permanecía tenso, al lado de Alatar. Luego, preguntó:

  • ¿Y mi hijo, qué tiene que ver con todo esto que has explicado? ¿Qué temes?
  • Hace varios años que están ocurriendo cosas muy raras. No tengo ninguna duda que fueron los ejércitos de murciélagos de Jandwathe quienes ahuyentaron a los sureños hacia el norte. Ya entonces te previne, porque intuía alguna malvada estratagema. La Vampira es muy astuta, y lamentablemente lo ha demostrado varias veces. Poco después, un misterioso jinete secuestró a la muchacha Jinyia, y casualmente tu hijo estaba allí. Consiguió rescatarla, pero el jinete desapareció, haciendo que despertasen los terribles espectros. Otra vez casualmente, ambos sobrevivieron a la experiencia, cuando me consta que, por más valiente que sea tu hijo, no podría haber escapado nunca de un ejército de esos demonios, a no ser que fuera algo premeditado. Tengo graves sospechas de ese jinete, y me temo que pueda ser un espía y sirviente de Jandwathe. Lo que no sé es cómo piensa utilizar todo esto en su beneficio. No sé por qué la Vampira aterroriza a los sureños de esta forma, ni si tu hijo tiene algo que ver con ello. Aparentemente actúa sin objetivo alguno, pero en estos casos las apariencias suelen engañar. De hecho, estoy aún muy confuso.
    Por todo ello te pido que guardes este secreto más tiempo. No podemos pecar de imprudentes, y menos con semejantes enemigos. No sería la primera vez que ocurre una desgracia.
Alatar se volvió, con una expresión grave en el rostro, como si recordase dolorosos hechos pasados. Luego añadió:

  • Esta ciudad, todos los Capitanes de Cazadores, son guardianes de un secreto tan grande y a la vez tan débil que solamente se puede proteger con su silencio. Estamos aislados de todo el mundo. Aún cuando exista comercio con el Oeste y con las Colinas de Hierro, la distancia es enorme; y con el resto de Rhûn no tenemos trato alguno. Estamos solos ante un peligro enorme que no nos dañará hasta que le demos motivos para ello. Y creo que ahora puedes entender mejor mi opinión, ¿no es así, Capitán Gurunthar?
  • Sí, viejo amigo. Gracias por confiar en mí una vez más. Seguiré tu sabio consejo. Dresteq no conocerá el secreto hasta que creas que no hay peligro.

Quolhad quedó meditabundo. Un secreto. Un gran secreto. Un terrible secreto.
“No tienes por qué guardar secretos para mí. Soy tu esposa”, hablaba en sueños Jinyia, “¿No estás de acuerdo? Sabes que puedes confiar en mí. ¿No me lo dirás?”. Incluso una mente sencilla como la del sureño intuía algo monstruoso detrás de esas palabras.
El jinete. Jinyia. Ahora todo empezaba a encajar en la cabeza de Quolhad. Y escalofríos de horror, dolor e ira le recorrieron la espalda.

Jinyia de alguna manera hacía la voluntad de ese asesino.

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