sábado, 18 de septiembre de 2010

56
El Último Capitán

9.La Maldición

Jinyia de alguna manera hacía la voluntad de ese asesino... Quolhad no dejaba de dar vueltas a tan espantosa idea.
El hecho en sí no era tan raro. En las tierras que le acogieron en su infancia había extraños métodos para hacer... aquello... magia. Había visto varias veces en su juventud a hombres y mujeres de raro aspecto realizar extrañas prácticas que conseguían perturbar los sentidos.
Pero aquí y ahora, si Jinyia no obtenía respuesta de Dresteq, porque éste nada sabía, ¿qué pasaría entonces? Quolhad no lo quiso imaginar.
Debía decírselo a alguien. Pero había prometido no decir nada. Aún tenía a Moehyia y Qun. No podía arriesgarse a que les pasara algo. Desesperado, las lágrimas brotaron en sus ojos ya cansados y rodeados de las primeras arrugas.
Si decía algo a Gurunthar o a Alatar, el jinete se enteraría y sospecharía inmediatamente de él. Si no decía nada, no tenía manera de saber cómo acabarían Dresteq y Jinyia, y además las consecuencias a largo plazo serían abominables.
Un secreto de muchos siglos estaba sobre sus hombros. Y también la vida de toda su familia y amigos. Y su peso era intenso.

De pronto, tuvo una idea. Avisaría directamente al Capitán Dresteq. Si él y solamente él sabía lo que ocurría, podía seguir el juego y trampa que le tendiera su propia esposa sin saberlo, sin que por ello el jinete sospechase de Quolhad. Dresteq podía incluso inventarse alguna mentira para suplir el verdadero secreto. Sería mucho mejor que exponerse a que el miedo avasallara a Gurunthar o al mago y no tuvieran presente los temores de un pobre viejo, intentando capturar al jinete o haciendo vigilar al Capitán y a Jinyia, con lo que la vida de la familia de Quolhad correría grave peligro.

Así pues, tenso y muy preocupado, Quolhad volvió a entrar en la Capitanía, y buscó al Capitán Dresteq. Pasó por el lado del salón, oyendo aún a Jinyia, Moehyia y Qun jugando y riendo.
Subió presuroso a los pisos superiores y al primero que encontró le preguntó por el Capitán. El sirviente le indicó que se hallaba ocupado con unos asuntos de última hora. Quolhad sin embargo, entró rápido en la habitación hacia donde señalaba
el hombre, sin hacer caso de sus protestas.

Se encontró en una estancia con un gran ventanal cubierto por densos cortinajes hábilmente tejidos. Detrás de una mesa grande, de madera fina y ricamente ornamentada por los más grandes ebanistas de Rangost, estaba el Capitán Dresteq con unos pergaminos y una pluma en el tintero. Unas velas en un candelabro encima de la mesa iluminaban la estancia, así como un candil colgado en una pared lateral. En la otra pared había unos estantes con varias pilas de pergaminos bien atados y ordenados, y también algunos libros.

El Capitán miró sorprendido a Quolhad y le pidió amablemente que se sentase en una silla. Éstas también eran suntuosas, con cojines para mayor comodidad.

  • Vaya, lo siento, creí que ya habíais marchado. ¿Qué ocurre? – preguntó sonriendo a modo de disculpa, el Capitán.

Quolhad se aclaró la garganta y le contó todas sus sospechas y temores, desde el primer encuentro con el jinete en los bosques, hasta ahora, y cómo parecía que el jinete había cautivado de alguna forma a Jinyia, y cómo hacía pocos días había irrumpido en su casa para continuar su horrible manipulación. Le contó que era posible que Jinyia intentara que él le revelase algún secreto y...
Aquí, Quolhad se quedó cortado. No había pensado en que tuviera que revelarle también el secreto que guardaban Gurunthar y Alatar. No sabía si sería una imprudencia. Por lo tanto, insinuó que era posible que hubiera algo que se mantuviera en secreto desde mucho tiempo atrás y que su padre, Gurunthar, lo ocultaba aún, por alguna muy buena razón, sin duda, se apresuró a añadir. Que quizá no era prudente saberlo y que intentase llevarle el juego a Jinyia de presentarse la ocasión, y que mantuviera el silencio porque si no fuese así, todos se hallarían en grave peligro.

El Capitán Dresteq observó atónito al sudoroso y asustado Quolhad. No acertaba a comprender bien todas sus palabras. ¿Su esposa embrujada por el jinete? Pero luego recordó cómo el jinete había hablado a la joven bajo la niebla del Bosque Muerto y el Pantano de los Labios Maulladores.
Y una sensación de pánico y furia le invadieron. ¡Tenía que haber matado a ese asesino cuando pudo hacerlo! ¡Y ahora se encontraba en Rangost sin que nadie lo supiera!

Y sobre el misterioso secreto, intuyó con intensa amargura que Quolhad le ocultaba algo, y así se lo dijo, intentando mantener la calma. Quolhad palideció en extremo y barbotó que si no sabía nada, nada podría decir a Jinyia en caso que... que...
Dresteq se alzó entonces como un vendaval y sus ojos llevaban la furia de su tozudez innata. Le dio a Quolhad las gracias y le dijo que no se preocupara por nada, que él lo solucionaría todo.
E imperiosamente lo acompañó hacia el primer piso, para luego volver a subir las escaleras, una vez hubo comprobado que se marchaba con Moehyia y Qun. No quería que Quolhad supiera el efecto que habían tenido en él sus palabras. Porque le parecía muy doloroso que su padre tuviera miedo que su propio hijo no pudiese guardarlo. ¿Acaso no era él digno del puesto de Capitán? ¿Acaso no podía jurar no revelarlo, ni con la muerte acechando en su garganta? ¿Por qué tanto misterio a su alrededor?

Aquella noche ya no podía trabajar más, y se fue pronto a dormir. Observó a Jinyia, que ya dormía. ¿Podía ocultarse debajo de aquella belleza sin igual la oscura tortura de la que hablaba Quolhad? Con lágrimas de rabia, hundió su cabeza en las sábanas. Aquella noche no pudo dormir debido a horribles pesadillas.
Pero la realidad las superó.

Pues Quolhad, entretanto, había salido con Moehyia y Qun, y se dirigía hacia su casa. Ya era noche cerrada, y la luna iluminaba tenuemente la calle que bajaba hacia el Cerco de los Cazadores. Al pasar por el lado de un callejón lateral, se giró de pronto. Acertó a ver una sombra que se escondía detrás de la escalera de una casa. El pánico llegó a su corazón, y tan tranquilamente como pudo, les dijo a su mujer y a su hijo que continuasen hacia su casa, que creía haber visto a un conocido paseando por la calle lateral, y que quería decirle algo.
Una vez los dos hubieron llegado al Cerco, Quolhad se dirigió rápidamente calle arriba. Una sombra fugaz corrió delante de él y se precipitó por un pasaje que bajaba en dirección al puerto. Quolhad cogió un gran pedrusco del suelo con su mano buena y lo siguió. No quería que se le adelantara y les pudiera pasar algo a su mujer y a su hijo. Un miedo irracional lo envolvía, y creía sinceramente que esa sombra era su enemigo.
La figura se movía veloz, recorriendo calle tras calle, siempre bajando en dirección al puerto.

Aquella zona de Rangost no era muy conocida por Quolhad, y pronto el perseguidor, desorientado, perdió de vista al perseguido. Quolhad giró de pronto por un estrecho callejón, y a los pocos pasos vio ante él una pared, y a sus pies unos barriles con hedor a restos de pescado y carne.
Se giró para dar la vuelta, cuando algo tapó la luz de la luna. Quolhad miró hacia arriba y vio algo enorme volando en círculos por encima del callejón. Una bestia gigante con grandes alas negras subía y bajaba, contra el círculo lunar. El animal proyectaba una densa sombra.
Sin saber muy bien por qué, a Quolhad se le pusieron los pelos blancos y de punta, y un horror sin límites le perforó el corazón. Retrocedió con los ojos muy abiertos hasta quedar sentado en los barriles. La piedra cayó de su mano.
El animal dio una vuelta, y de pronto bajó de golpe, y descendió en picado con aterradora velocidad. Un murciélago enorme y negro se precipitó hacia Quolhad.

La enorme bestia aterrizó delante de él con un rugido y abrió sus inmensas alas.
El sureño ahogó un grito.
Una tétrica faz, blanca como la cal, le miró con unos ojos de augurios terribles.
Un frío mortal congeló instantáneamente los miembros del sureño, que se quedó inmóvil, con la boca medio abierta. El ser habló súbitamente:

  • Quiero que sepas algo. – murmuró con lenta voz lapidaria – Te has cruzado en mi camino. Te has convertido en un estorbo para mí. Por tu culpa, tendré que alterar mis planes. Mis objetivos se verán retrasados.
    Alégrate por ello.
    Porque no podrás alegrarte por nada más.

El ser avanzó un paso, con la calma de una losa cerrándose sobre un ataúd.

  • No hiciste caso. Hablaste. Nada de lo que hagas puede escapar a mis oídos. Nadie, salvo uno, logró nunca enfurecerme. Tú has sido el segundo. Después del regreso imposible de Molqät, solamente tú te has interpuesto en mi camino. A él no pude dedicarme en su momento. Pero ahora... Nadie ni nada me retiene. Te odio.

Avanzó otro paso con sepulcral decisión.

  • Y te odiaré cuando estés muerto. Y odiaré a tu familia. Y a tus descendientes. Ninguno escapará de mi furia. Oye pues esto. Te maldigo hasta la muerte y más allá de ella. Por haber desobedecido, sucederán cosas terribles en esta ciudad. Por tu culpa, todos tus amigos sufrirán las terribles consecuencias.

Se paró ante el inanimado Quolhad, que lo escuchaba despavorido. Acercó su femenina pero a la vez inhumana faz a su rostro.

  • Que el peso de la muerte no se separe de tus descendientes. Que el odio no cese nunca y que la desgracia aceche en sus vidas. Aunque la tuya... se termine... ahora.
Quolhad no pudo gritar. Una zarpa salió disparada a su cuello, y lo levantó en el aire. El sureño no intentó debatirse. Los labios del monstruo, formando palabras mudas, recitaron antiguos poderes. Luego, el ser abrió una boca tan enorme que le desfiguró completamente el rostro, y unos inmensos colmillos como cuchillas atacaron con desgarradora ira.
Poco después, un gran murciélago se elevó en el aire. Dejó un cadáver cubierto de sangre y con la piel rajada por despiadadas navajas, allí tirado, en el sucio callejón.

Por la mañana, el comerciante de la tienda contigua descubrió el cuerpo. Con aire entre asustado y triste, informó a las autoridades de la ciudad. El revuelo que alcanzó el incidente entre los habitantes de Rangost no fue muy grande, pues desde la Capitanía no se pronunciaron, y las peleas callejeras no eran tan raras. Solamente algunos de los sureños que aún no habían perdonado la política de Gurunthar protestaron por el silencio de las autoridades, y exigieron una investigación al Capitán. Gurunthar habló en nombre de Dresteq y lo prometió. Estaba muy dolido, y lo mismo que los sureños se preguntaba qué podía haber ocurrido.

Dresteq había sufrido un sobresalto tremendo; y mientras Moeyia lloraba sin cesar en una sala de la Capitanía con el pequeño Qun en el regazo, el Capitán abrazaba a su esposa, y tenía los nervios a flor de piel. Gurunthar y Alatar el Sabio estaban con el cuerpo de Quolhad en la sala contigua, y hablaban rápido y en voz baja.

Podían pensar lo que quisieran, pues solamente Dresteq sabía la verdad. No bien supo la noticia, comprendió que aquello era la venganza por haberle hablado. Dresteq apretó los puños, furioso, con lágrimas en los ojos. Si encontraba el maldito asesino, se lo haría pagar caro.
Finalmente no pudo contenerse, y dejando a Jinyia y a los demás, entró en la cámara mortuoria, cerrando tras él la puerta. Alatar y Gurunthar lo miraron. Dresteq se acercó a Quolhad y observó su faz mutilada. Murmuró:

  • Atraparé a quien haya hecho esto. Sabrá quien manda en esta ciudad. Rangost no es morada de criminales y asesinos. Jamás lo permitiré. Más le vale al autor de esto estar a leguas de aquí, porque si lo llego a encontrar...

Dresteq observó de reojo a Alatar y a su padre. Alatar lanzó una mirada penetrante a Gurunthar, quien dijo:

  • Los soldados lo encontrarán, y se hará justicia. No lo dudes, hijo. No lo dudes.

Dresteq miró a su padre. Su rostro era firme. No parecía dispuesto a contar nada más. Su padre y Alatar no querían decirle nada. Ni ahora. Seguramente la muerte de Quolhad había confirmado sus sospechas. Pero ellos no sabían aún los motivos concretos. Y no parecían dispuestos a ayudarle.
Muy bien. Pues lo haría él solo.

Dresteq salió de la cámara. Sus pensamientos eran un torbellino de fuego y nubes de tormenta. No podía enviar a sus soldados por la ciudad, porque el asesino era muy astuto, y a buen seguro los evitaría. Pero tenía que hacer algo.
Sin embargo, su sentido común prevaleció aquella vez, y decidió no pensar en aquello durante los dos días siguientes, que irían llenos de los preparativos del funeral y de gente y conocidos que querrían visitar a Quolhad.
El asesino no huiría así como así, pensaba amargamente Dresteq. Se había librado del obstáculo solamente, pero aún no había cumplido su objetivo.

Los ritos funerarios de Quolhad fueron oficiados en la sala común de la Capitanía, y a ellos asistieron únicamente los familiares y amigos próximos, así como los demás sureños que vivían en Rangost.
Su cuerpo fue enterrado con honores el día siguiente por la tarde, en un coto cerca del Mausoleo de los Cazadores, en los bosques del Sur de Rangost. Una lápida con sus señas fue depositada sobre la tumba. Al introducirse pesadamente en la tierra, unas nubes oscurecieron el cielo, y sopló viento de tormenta. Alatar oteó el cielo intranquilo, con expresión asustada. Un relámpago impresionante rasgó el horizonte y un trueno espantoso los hizo saltar. Otro relámpago cayó, y esta vez a pocos metros, chamuscando un árbol cercano. Con angustiosos chillidos, un par de ardillas saltaron y se escabulleron rápidamente entre la maleza, mientras una serpiente zigzagueó cerca de las piernas de los asistentes. Al parecer no le agradaba nada aquello. Presentía algo.
Una bandada enorme de murciélagos fue iluminada por otro relámpago que descargó contra la lápida de Quolhad y con un horrible crujido la rompió en dos. Las ratas aladas chillaron y se colgaron del árbol que se encontraba encima de la tumba.
Justo entonces el vendaval llegó con un aullido de muerte, y relámpagos impresionantes zigzaguearon con más fuerza y cayeron cerca del claro. Los truenos retumbaron entre los árboles. Con aquello, todos los asistentes al entierro chillaron de terror y huyeron despavoridos. Muchos de los asistentes no volvieron jamás a visitar la tumba de Quolhad. La tumba estaba maldita. Y no quisieron saber nada de casualidades.

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