martes, 22 de junio de 2010

40
La Leyenda de Raïq y Nolwa
(sexta y última parte)

Raïq no lo pensó mucho.
Empezó a correr escaleras abajo a gran velocidad y una vez estuvo a la altura del saliente, oculto detrás de la roca helada en ese punto, el joven saltó y se agarró a dicha roca con un solo brazo. Inmediatamente su mano resbaló en el hielo e iba a caer al vacío, pero con una fuerza sacada de la desesperación logró columpiarse y lanzarse sobre el saliente.
Al instante, Nolwa levantó la cabeza, y su cara aparecía intensamente pálida, por el frío y el miedo. Con ojos de pavor lo miró y señaló al interior del nicho. Pero Raïq solamente tenía ojos para ella y se alzó y corrió. La abrazó con fuerza y notó como su piel estaba gélida. Cogió la lanza e hizo fulcro para soltar la argolla, que salió arrancada del hielo y la roca con un crujido. Luego atrajo a Nolwa, pero ella no pudo aguantarse por más tiempo y exclamó roncamente:

  • ¡El dragón! ¡Es una trampa!

Raïq se giró como un resorte y de pronto un terrible bramido y un vendaval de hielo y piedras lo azotaron, arrojándolo contra el borde del precipicio que se abría al lado de la roca. Quedó tumbado boca abajo y respiraba entrecortadamente. Gritó a Nolwa:

  • ¡La roca! ¡Salta hacia ella! ¡Las escaleras!

Nolwa le miró un instante pero antes de poder decidir nada, ambos oyeron gruñidos de orcos que subían por las escaleras de hielo hasta ellos y cortaban la retirada. Aquellos trasgos eran extraordinariamente inteligentes. Y ellos estaban atrapados. Raïq miró un segundo hacia las alturas. Molqät aún estaba ahí. Pero él no podía hacer nada por ellos.
Nolwa corrió para ayudar a Raïq. Entonces, la enorme cabeza de Nakmaring asomó por la gran boca del nicho. Sus ojos brillaban con un frío mortal y de sus fauces salían gélidas bocanadas de vapor . Con un terrible crujido sus poderosas garras se agarraron al suelo y avanzó con una agilidad sorprendente hacia ellos.
Se acercó tanto que Nolwa hubiera podido rozarle el hocico con su mano. Un aliento congelado hizo palidecer sus caras y sacudió sus cabellos, casi helando sus gotas de sudor.
Las ominosas mandíbulas se abrieron mostrando su potente dentadura más dura que el acero. Y entonces el monstruoso ser habló. Lo hizo en la lengua oriental, que tenía mezclas de la común y algunos dialectos ancestrales de Rhûn, y su tono era más bien sarcástico con una pincelada de curiosidad:

  • Has caído en mi trampa, estúpido humano. ¿Crees de veras que dejaría escapar un intruso de mi reino? ¿Creíste de veras poder hacerlo? Pobre insensato. Sabes perfectamente que nunca nadie ha salido con vida de aquí. Y nadie lo hará jamás. Pero antes de darte tu justo castigo, deja que sacie mi curiosidad y te pregunte: ¿Has hecho todo esto para salvar a esa joven pueblerina? No me lo creo. Esto era una excusa, ¿verdad?

La voz, muy profunda y vibrante, retumbó durante muchos segundos por las paredes de hielo, y el eco la llevó muy lejos a través de los corredores. Raïq lo miró con miedo y su semblante se cerró aún más. Al fin musitó:

  • No es ninguna excusa. Es la verdad.
  • Soy viejo pero no estúpido, humano. Sé muy bien cuanto apreciáis los honores y si mis informaciones son correctas tú eres hijo de un Capitán. El amor de una granjera es poco para tu orgullo, y la única razón que veo a tu tozudez es el robo. Ha habido muchos antes que tú que lo han intentado, eso es cierto.
  • No he venido a robar nada. Solamente quiero salir de aquí.

La mirada del dragón chispeó, divertida.

  • Pues vete. Mientras, tomaré un bocado. Perdona que no te acompañe a la puerta, pero no voy a perderme una carne tan jugosa solamente por eso, ¿no te parece?
  • ¡No! ¡Nunca me iré solo!

Raïq se levantó como pudo y se colocó delante de Nolwa.

  • Pues quédate. Podrás ver un lindo espectáculo mientras llega tu turno. Solamente espero que el horror no te mate antes de tiempo y estés vivo cuando vaya a hincarte el diente. Me gustan las presas tenaces.
  • ¡Atrás, monstruo! No eres más que un cruel gusano a quien le gusta ver sufrir a los demás. ¡Defiéndete, cobarde!
Raïq alzó con su único brazo la enorme lanza y sus ojos destellaron.

Nakmaring lo miró sorprendido y se fijó en el arma. Su mirada se volvió por unos segundos tensa, incluso preocupada, pero luego su boca se abrió y soltó una gran carcajada que resonó como un huracán. Las paredes de hielo temblaron y las columnas, que se alzaban a un extremo de la plataforma, crujieron. La risa se perdió medio minuto después y el eco la repitió muchos segundos más.

  • ¿Estás loco, cazador? No quiero acabar contigo tan pronto. Pero voy a ser magnánimo. Sí. Demuéstrame que estás aquí por esa jovenzuela, y no por el oro, y quizá te conceda algo. Por el momento estás muerto, así que no tienes mucho que perder, ¿no te parece? Así que,...¡demuestra tu valor, guerrero!

La cabeza de Nakmaring se volvió hacia la escalera y rugió espantosamente.
De pronto, los orcos empezaron a saltar hacia la plataforma, blandiendo las cimitarras y dagas y gruñendo. Se dirigieron a Nolwa con intenciones asesinas.

Raïq soltó un grito y se puso en guardia. Su brazo se puso tenso y empezó a girar la lanza velozmente, en molinetes. El primer orco saltó encima de él con un gran brinco, y Raïq le propinó un terrible golpe en la cabeza que lo envió con un alarido al abismo. El próximo orco recibió un sablazo en la garganta y cayó muerto a sus pies. Tres orcos se abalanzaron de golpe sobre el joven, que trastabilló y quedó tumbado en el suelo. Dio una patada al aire y golpeó la cabeza de uno de ellos, y luego describió un violento arco con la lanza que hirió a los tres en el pecho. Raïq se levantó y se lanzó sobre el primero, que salió despedido hacia atrás y se precipitó por el despeñadero gritando. Se giró y esquivó una daga que iba a su cuello, mientras que ensartaba el segundo orco con la lanza. Entonces un trasgo saltó a sus hombros y le puso una hoja negra en la garganta. Con un brinco hacia atrás, Raïq se lanzó al suelo dejando al orco debajo de él. Con la lanza le propinó un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente. Raïq jadeó.

Nakmaring, que lo miraba todo atentamente, le gritó:

  • ¡Estás cansado, humano! Si te diera un cofre de oro seguro que te largabas ahora sin nadie. Si lo quieres, ¡es tuyo!
  • ¡Estás loco por tu tesoro, dragón! ¡¿Qué tiene de especial, para que me interese por él?!
Raïq lanzó dos orcos por el precipicio y, volviéndose raudo cegó con la lanza a dos más que se acercaban por detrás.
Nakmaring habló por segunda vez:

  • ¡Te doy la mitad de mi tesoro! ¡A buen seguro vale lo que esa campesina! ¡Serás libre!
  • ¡Llegas tarde, dragón! Mi decisión ya la he tomado y no me iré sin ella. Vigila, ¡tus orcos se terminan!

Quedaban cuatro orcos en la plataforma. Pero Raïq estaba agotado y casi no le quedaban fuerzas. Nakmaring lo sabía muy bien. El joven se hallaba con las piernas flexionadas, apoyado contra el hielo del borde del nicho.

  • ¡Tú también estás acabado, Cazador! Tu brazo te pesa y no puedes sostener tu arma. Te ofrezco la libertad más absoluta y todo mi oro. ¡Ríndete ante mí!

Raïq aparentaba fortaleza, pero sus ánimos caían en picado. Toda aquella lucha le parecía vacía e inútil. El dragón lo estaba torturando para divertirse, y luego lo devoraría. Cómo a Nolwa. Y nadie en el mundo lo detendría jamás... Estaba a punto de ceder para pedir por lo menos la libertad de Nolwa. No tenía sentido continuar luchando y morir en vano. Pero luego recordó a Molqät, allá arriba. No podía ver si ya había huído o no, pero podía intentar un último ardid para ganarse como mínimo una pequeña venganza. Gritó a Nakmaring:

  • ¡Tu tesoro no tiene valor para mí, dragón! Solamente son palabras vacías. ¡Tu tesoro no existe, y te estás burlando de mí!

Estas palabras lograron el efecto deseado y el dragón se enfureció:

  • ¡Insensato! Yo mismo maté al Rey de los Enanos y robé su tesoro hace miles de años. Quinientos cofres llenos de la más pura plata, ¿es metal de pobres? Mil armaduras de oro, ¿son quizá moneda corriente? Montañas más altas que tú, con joyas y gemas más brillantes que el hielo de esta cueva, ¿son acaso menudencias en tus oídos?
  • ¡Inventos de tu retorcida mente son, dragón! - y Raïq cortó la cabeza a uno de los orcos que querían acercarse a Nolwa – ¡No me creo tus palabras!
  • ¡Mereces la muerte mil veces, necio! Si pudieras seguir el camino justo sobre tu cabeza, no hay más de media milla hasta el más fabuloso tesoro que hayas podido soñar jamás. ¿Y prefieres a esa campesina antes que todo ello y tu libertad? ¡Estás loco! ¡Allí hay incluso el Anillo que fue entregado al Segundo de los Padres Enanos, hace tanto tiempo que ni las montañas lo recuerdan! Solamente con él ya serías inmensamente rico y poderoso, y podrías escoger cualquier mujer del mundo entero como esposa. ¡Pero ahora morirás por tu insolencia!

Raïq se lanzó con sus últimas fuerzas contra dos orcos que lo atacaban, y con la lanza los empujó hacia atrás y siguieron el mismo camino que los otros que habían saltado antes al abismo.
De pronto, el joven recibió un tremendo zarpazo en la espalda y cayó de bruces al suelo helado. Su lanza salió rebotando y fue a parar junto a Nolwa. El último orco estaba encima de Raïq, y ya levantaba una gran maza sobre su cabeza. Raïq supo que aquello era el final. El dragón había vencido. Todas sus fuerzas le abandonaron de golpe y hundió la cabeza en el suelo.
Se giró hacia el dragón y murmuró, jadeando débilmente:

  • Has ganado, dragón. Pero ya me tienes a mí. Deja marchar a esa campesina a quien das tan poco valor. En cierto modo merezco tu ira, pues he matado a tus crías. Pero ella no te ha hecho ningún mal. Si tienes la más mínima nobleza, comprenderás perfectamente lo que te pido.
  • No tienes ningún derecho a pedir nada, y menos después de tus crímenes, humano. Te aborrezco y no mereces más que una muerte certera y justa. ¿Qué puedes ofrecerme a cambio de esta campesina que no sea tu agotada vida?

Raïq se quedó pensativo, pero sorprendido oyó de pronto como Nolwa hablaba al dragón con voz temeraria:

  • ¡El frío y el hielo te velan los ojos, dragón! ¡Eres tan enorme y poderoso que no ves tus errores! ¿Crees que con el terror puedes ser venerado, vanidosa criatura? ¡Si de verdad fueras grande, sabrías valorar en su justa medida lo que acabas de ver! En las leyendas se dice que los dragones conocen el valor de todas las riquezas. Pero veo que no solamente eres un cobarde, ¡sino que además eres un ignorante! Raïq y yo somos ricos, dragón. Mucho más ricos que tú. Nuestra riqueza es mayor que tu tesoro, mayor que un reino, mayor que el botín de una guerra. Pero si no entiendes por qué es así, entonces tienes que aprender aún, vil gusano. No eres ni la mitad de sabio ni la mitad de rico de lo que crees. Apuesto a que nunca comprenderás cuál es la mayor riqueza porque tu corazón es de escarcha y tu sangre frío veneno.
Las lágrimas se agolparon de pronto en los ojos de Nolwa y se giró. Nakmaring la miraba desde hacía rato con picardía. Sus ojos chispearon. Luego se giró y de pronto agarró violentamente al orco que aún tenía la maza en lo alto, y con una sacudida brutal lo envió al fondo del precipicio. A continuación dijo, con la voz cambiada:

  • Humano, levántate. Veo perfectamente que no has venido a robar mi oro. Humana, ayúdale. Habéis logrado despertar mi curiosidad, y eso es algo nuevo en mis largos años de reinado. Y es más, humano. Voy a hacerte una promesa: juro que no voy a devorarte ni a ti ni a tu protegida, y si algún orco intenta atacaros, será su último banquete. Pero te advierto: si intentas robar siquiera una pieza de oro de mi tesoro, ni que sea una moneda diminuta, vuestra muerte será terrible. Espero haber sido claro. Os ha hablado el Señor de la Caverna de Hielo. Adiós para siempre.

Nakmaring se volvió majestuosamente y desapareció en el interior de su cubil, aún cuando el eco de su sentencia se perdía a lo largo de los túneles y pasadizos.

Raïq no podía creer lo que oía. Se frotó los ojos, completamente desconcertado. Se levantó como pudo, y las lágrimas acudieron presurosas a sus pupilas. Tambaleándose, caminó lentamente hasta Nolwa y se abrazaron fuertemente al lado de las grandes columnas de hielo. Todo había terminado. Llorando de felicidad, juntaron sus labios y el mundo se tornó bello a su alrededor.

Molqät, que aún estaba en lo alto, en la plataforma, veía todo aquello y también sus ojos se humedecieron. La admiración que sentía por su señor, y también por su amada, se hizo enorme y la felicidad le hinchó el pecho. Una sonrisa acudió a sus labios.

Pero luego ocurrió algo.
Un estruendo removió las rocas y el hielo, y una enorme bocanada de aire glacial salió del cubil del dragón. Y luego llegó una segunda, y una tercera, que barrieron sin piedad la plataforma. Un vendaval de frío y hielo azotó y rodeó a los dos enamorados, que quedaron ocultos en un viento tempestuoso y una niebla espesa y blanca en poco menos de un minuto. Molqät lo miraba con los ojos abiertos por el pánico, las lágrimas a medio resbalar por su cara y sus facciones descompuestas.

La niebla fue disipándose lentamente y el escudero comprobó que los dos jóvenes seguían abrazados, de pie en el borde del barranco. De pronto, la cabeza gigante de Nakmaring asomó por el nicho y el dragón gritó con una voz de trueno:

  • ¡Estúpidos ingenuos! ¿De veras creíste posible, cazador, poder escapar de mis dominios? Nadie ha huido nunca de mi reino, ¡y nadie lo hará jamás! Sabía perfectamente quién eras y qué buscabas antes de llegar, ¿cómo pudiste pensar que dejaría que te fueras, después de haberte revelado donde guardo mi tesoro? ¿Para que luego volvieras con ejércitos para arrebatármelo? ¡Claro que no! Eres tan ingenuo que tuviste todo el tiempo en tus manos el único instrumento capaz de matarme, y nunca lo supiste de verdad. Pero ahora ya no hará más daño. – Y Nakmaring cogió la lanza con sus garras, y como si fuera una rama, la partió en dos y arrojó los pedazos al abismo. – Y en cuanto a ti y a tu adorada campesina, os he hecho una promesa: que no os devoraría. Y la voy a cumplir.

El hocico del dragón empujó a los dos enamorados. Y Molqät no pudo aguantar más tiempo y soltó un alarido de pánico y horror, cuando vio que éstos se tambaleaban, rígidos como el hielo, sin vida, y no pudo asimilar lo que sucedió a continuación: como lentamente cayeron petrificados por el precipicio, unidos por un beso eterno, cual roca despeñándose por la ladera del monte, hasta el pozo sin fondo, hasta el centro de la tierra... Todo cuanto amaba se precipitaba en la oscuridad. Perdidos para siempre.

El alarido de Molqät lo delató. Con un rugido espantoso, Nakmaring miró hacia arriba. Y de golpe comprendió como Raïq se había burlado de él, haciéndolo hablar insensatamente de secretos vitales. Había desvelado el secreto del arma más temida por los dragones. Y el tesoro. Cuando vio el alcance del engaño, enloqueció.
Un terrible bramido retumbó por todas las cuevas, pasadizos, corredores y pasillos en varias millas a la redonda. El miedo y la ira le ahogaron, mientras su rugido más terrorífico removía los cimientos de la montaña.
Y tuvo respuesta. Decenas de cuernos lanzaron su llamada, y legiones de orcos desbordaron la caverna y se lanzaron escaleras arriba, con los arcos, dagas y cimitarras en lo alto, gruñendo.

Molqät notó como el mundo le caía encima. Estaba solo y desesperado. Toda la ira, tristeza y amargura desaparecieron. Solamente había algo importante.
Huir.

Soltando un alarido del más profundo terror, empezó a correr escaleras arriba con todas sus fuerzas.
Pronto una lluvia de flechas lo rodeó. Los orcos eran muy veloces y ganaban terreno muy rápidamente. Y se oía el retumbar y crujir las paredes y la escalera temblaba, mientras Nakmaring ascendía velozmente por los muros de la caverna cual lagarto gigante, hundiendo sus poderosas garras en la roca y rugiendo de locura. Él también se había lanzado en persecución del nuevo intruso.
Y pocos minutos después Molqät llegó a otra plataforma de hielo y roca. Era más grande que las otras, y la escalera la rodeaba y seguía subiendo hacia arriba.
Pero Molqät no la siguió, y se detuvo de golpe, blanco como la cal. Porque desde arriba llegaban más trasgos, que saltaban veloces por las escaleras y gruñían con fiereza, y desde abajo estaban a punto de alcanzarle casi cien orcos completamente enfurecidos.

De pronto descubrió un agujero en la pared de la plataforma y Molqät se lanzó de cabeza hacia la oscuridad, justo en el momento en que las garras de Nakmaring se hundían en la roca que había detrás y su cabeza asomaba por el reborde.
Se encontró en una gran cavidad llena de objetos brillantes. Comprendió de pronto que aquello era la cámara del tesoro. Había montones y montones, montañas y montañas, picos y picos de piezas de oro y plata por todos lados y centenares de cofres dispersos.
Tenía que encontrar una salida.
Corrió por toda la profunda cueva, repasando las paredes. Buscó desesperadamente un túnel, pero no halló ninguno. La mente se le nubló y el pánico lo ahogó. No había ningún túnel.

No había escapatoria.
Con un jadeo de miedo subió a uno de los montones de oro y se giró, justo cuando un gruñido sordo y bajo lo heló. El gran jefe orco con la herida en el pecho acababa de entrar en la sala y blandía fieramente su maza de ataque.
Molqät alargó la tea en posición defensiva. No podía sacar la espada, pues solamente disponía de una mano. El orco saltó hacia él con un rugido y subió con dos zancadas hasta la cima de oro. Molqät le golpeó con el fuego en la herida, y el trasgo aulló de dolor. El joven escudero resbaló entonces y se hundió entre las riquezas, observando como un pequeño cofre decorado con extraordinaria belleza se abría con el golpe. Un anillo brilló a la luz de la antorcha, un magnífico anillo de oro con una gema roja encastada en el metal. Sin pensar, Molqät se puso el anillo.

No moriría antes de haber robado, como mínimo durante unos minutos, el más preciado tesoro de aquella sala.
El orco volvió al ataque y dio un mazazo en dirección a la cabeza del joven. Pero Molqät logró esquivarlo y con un salto se precipitó hacia el montón más próximo, que resultó ser de plata. Su atacante saltó también y lanzando un grito de furia dio un terrible golpe con la maza en el brazo muerto de Molqät. El joven no sintió nada, pero cayó de bruces en la plata y parte del montón se desmoronó hacia abajo. El anillo le resbaló de la mano y rodó por el pendiente. Su enemigo estaba encima de él y blandía la maza para acabar de golpe. Con desespero, lanzó la antorcha contra su cara y desenvainó velozmente la espada, y gritando con furia extrema cortó el cuello del atacante. Luego se escurrió mientras el gran jefe orco se desplomaba por la ladera del montículo hacia el anillo. Estaba muerto.

Molqät cogió la antorcha, dejando la espada, y pudo ver con horror que los orcos empezaban a invadir la cámara. El hocico de Nakmaring apareció por la abertura. El escudero comprendió que su destino había llegado y retrocedió hasta la pared.
Y descubrió algo.

El desplazamiento de la plata había dejado al descubierto una pequeña puerta de piedra en el muro, grabada con los extraños símbolos de los enanos. Una salida.
Molqät se lanzó sobre la puerta y empujó. Ésta se abrió crujiendo hacia dentro y mostró el inicio de un estrecho conducto, demasiado pequeño para los orcos. El escudero se arrastró hacia la oscuridad sin pensarlo siquiera, justo cuando los primeros de ellos llegaban a la cima del montón de plata y Nakmaring escupía una terrible tormenta de hielo que hirió la piel del joven, para después lanzar un demoníaco bramido de ira.
Molqät cerró de un golpe la puerta y se arrastró velozmente con el corazón palpitante por el nuevo túnel. Sus paredes y muros eran pulidos y estaban grabados con más símbolos enanos, y poco después se ensanchó y empezó a ascender con un fuerte pendiente.

Molqät había descubierto uno de los últimos secretos de los enanos, que habían excavado y habitado aquellas minas hacía milenios: una galería para huir en caso de peligro. No tenía manera de saber si alguna vez se había usado, pero agradeció su existencia de todas las formas que supo.
Porque pronto aquella galería se convirtió en escaleras de mármol, recubiertas por el polvo de los siglos, escaleras que subían y subían hasta la superficie, sin bifurcaciones ni engaños ni sorpresas. Probablemente ni Nakmaring conocía su existencia, y por tanto ignoraba su recorrido y a donde desembocaba.
Y Molqät ascendió horas y horas, incansablemente. Se permitió muy pocos descansos, durante los cuales lloró amargamente por su suerte y sus amigos. Habían estado muy cerca de la victoria, pero Nakmaring era implacable. De hecho, y el joven escudero se daba cuenta ahora, él era el único que jamás había escapado de su reino subterráneo. En cierto modo, había vencido a Nakmaring en su terreno. Seguramente el dragón no lo olvidaría jamás, aunque para Molqät fuera una compensación minúscula, sin ningún valor. Había perdido a sus amigos. Aún los veía, muertos en una prisión de hielo para toda la eternidad, camino hacia el centro más oscuro y olvidado de la tierra. Recordó las palabras de su señor:

  • ... He venido a buscarla, y lo haré, aunque tenga que bajar al centro de la tierra...

Sus lágrimas se secaron al final y continuó adelante. Mucho subió Molqät aquellas horas, alejándose del infierno de hielo y oscuridad que habitaba en los subterráneos. Y al fin, las escaleras se terminaron, y el camino llano desembocó en una sala vacía y en una gran puerta de piedra, que se abrió hacia fuera. Y los ojos del joven escudero vieron el sol, y su luz inundó la sala y brilló en su piel, y él lloró de alegría, pues era libre, y de tristeza a la vez, pues había perdido mucho más de lo que había ido a buscar.
Y Molqät, el Escudero, el de Un Brazo, vio que la salida estaba a pocas millas de los prados, donde pacían sus caballos, y después de caminata fatigosa allí los encontró, como si el tiempo no hubiera pasado bajo la luz del sol. Y observó el páramo, bello y extenso en comparación con la oscuridad tenebrosa del subsuelo. Y montó a los animales, y los puso al galope.

Pocos días después llegaba Molqät a Rangost, cansado y hambriento, y medio incendiada la encontró, por las batallas apenas concluidas. El Capitán ha muerto, le dijeron, de tristeza y desesperación. Y Molqät sintió un dolor aún más profundo, y fue como explicó toda la historia.

Poco tiempo después, la estirpe de Tyor se rompió en Rangost. Con Alatar a su diestra y con los ánimos de los ciudadanos como inspiración, Molqät el Escudero, el de Un Brazo, hijo de Wölfrek el Consejero, se convirtió en decimosexto Capitán de Cazadores y gobernó con sabiduría y honor el resto de su vida.
Su mapa de las minas fue terminado y se estudió. Y Alatar el Sabio lo guardó, por designio del Nuevo Capitán, y su secreto fue custodiado celosamente por los Cazadores.
En cuanto a Söon, Molqät no supo nunca más nada de ella. Preguntó a muchos, pero nadie supo ni cuando ni donde había ido, y su recuerdo se perdió en el tiempo.
Durante largos años Molqät volvió a hacer de Rangost la ciudad orgullosa que había sido, y reparó la tristeza y la desesperanza. Fue respetado por sus iguales, temido por sus escasos enemigos y amado por sus gentes. Pero jamás pudo librarse de sus sueños. Sueños en los que veía dos enamorados en una jaula de hielo, en un viaje infinito sin retorno.

Por su parte, los bardos cantaron durante generaciones las Hazañas del Norte y mantuvieron vivo el recuerdo de los desaparecidos. Se dice incluso que Raïq y Nolwa nunca murieron realmente, y que si alguien los encontrara y los acercara al calor de la lumbre, volverían a la vida y se amarían hasta el fin de sus días. Pero esto no son más que cuentos, y está de más hacer ningún juicio sobre ellos.

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