sábado, 19 de junio de 2010

39
La Leyenda de Raïq y Nolwa
(quinta parte)

El corredor los llevó cada vez más abajo y llegó un momento en que describía un largo giro. Molqät advirtió de improviso una tenue luz reflejada en las rocas que tenían delante.
Luz de antorchas.

Raïq aminoró la marcha y escucharon atentamente. No se oían pasos ni detrás ni delante. Con las armas a punto, pasaron la curva y se encontraron en la entrada de una caverna baja, iluminada por numerosas antorchas que ardían vigorosamente, inundando la sala con su humo denso. Pero Raïq ya había visto bastante.
Soltando una exclamación de profundo gozo, corrió hacia el otro extremo de la pequeña caverna, donde había algo semejante a mazmorras. En una de ellas, detrás de unos barrotes de hierro muy antiguos, estaba Nolwa. Se encontraba tirada en el suelo, con la cabeza baja y el pelo ocultando su cara, pero para Raïq no había ninguna duda.

La pastora alzó los ojos súbitamente al oír ruido, y miró consternada a Raïq y a Molqät. Su rostro expresó un desconcierto inmenso, pero pronto sintió que aquello era real de verdad. Las lágrimas acudieron presurosas a sus ojos, mientras Raïq le cogía las manos, sucias como toda ella. No dijeron nada. Solamente se abrazaron fuertemente a través de los barrotes y sus miradas decían todo lo que era necesario. Los sollozos inundaron la pequeña estancia y la felicidad entre ellos era inmensa.

Raïq fue el primero que dio un paso atrás. Miró los barrotes y sacó la espada, mientras que Molqät observaba por primera vez a la joven.
Nolwa llevaba aún la misma ropa, la que vestía cuando fue secuestrada muchos días atrás, pero hecha jirones y muy sucia. Sus cabellos estaban enmarañados y estaban impregnados del hedor del humo. Sin embargo, su belleza aún resaltaba en aquella caverna maloliente y terrorífica.

Raïq alzó la espada y dio un fuerte golpe al cerrojo de la puerta, que se partió en dos con el impacto. La reja chirrió al ser abierta, y Raïq atrajo a Nolwa hacía sí. Pero Nolwa le miró a los ojos, y su expresión era ahora más bien temerosa.

  • Raïq, ¿qué ha pasado? ¿Cómo me has encontrado? Oh, estoy tan cansada... Tengo hambre. – Y de pronto: - ¿Y tu boda?

El semblante de la chica aún estaba confuso y pronunciaba las palabras muy débilmente y las frases resultaban inconexas, como si tuviera los pensamientos en el más completo desorden.

  • No ha habido boda – respondió Raïq. Y le contó brevemente lo sucedido entre Söon y él.

Nolwa observó a Molqät y luego otra vez a Raïq. Y con una súbita mirada anhelante de felicidad, lo rodeó con los brazos y se besaron largamente.

Pero Molqät había estado vigilando. La sala solamente tenía dos salidas: una era la entrada por la que habían llegado, y la otra se encontraba al lado de las mazmorras. Y no le gustó la terrible sensación de no estar solo.

Efectivamente, los orcos que habían escapado al ataque del dragón habían seguido su rastro a través de numerosos túneles. Éstos desembocaban en el pasillo que habían recorrido ellos, a través de las múltiples aberturas que habían pasado hacía ya varias horas. Y ahora llegaban presurosos a la sala de la prisionera, y no les gustó el olor de los intrusos. El gran orco, todavía herido en el pecho, gruñó por lo bajo con fiereza y alentó a los demás. Algunos de ellos se desviaron para cerrar la trampa por el otro lado y al final irrumpieron en la caverna con gran estrépito.
Molqät soltó un grito de alarma cuando oyó la multitud de pasos corriendo, y Raïq y Nolwa se volvieron con terror en sus miradas y se dirigieron a la otra salida. La salida por la que justamente llegaban más orcos blandiendo sus cimitarras y dagas negras. Los tres retrocedieron de golpe y se reunieron en el centro formando un débil círculo de defensa, mientras los orcos se abatían sobre ellos.

Nolwa, ya totalmente alerta por el peligro, cogió bruscamente la extraña lanza que colgaba de la espalda de Raïq y la apuntó al orco más próximo que ya había saltado para atacarlos; y éste se vio de pronto levantado a los aires y la punta le atravesó el vientre. Nolwa dejó caer del peso y la impresión la lanza y el orco se desplomó. Entonces Raïq dio un paso adelante y de un tajo rebanó la cabeza a otro de los que entraban por la segunda salida. Molqät atacó frontalmente a uno que llegaba por la entrada y le hundió la hoja en el corazón. Nolwa recogió otra vez la lanza y se puso en guardia. Enseguida otros orcos sustituyeron a los primeros y se organizó una batalla campal.
El círculo de humanos se mantuvo intacto como pudo y se dirigió lentamente hacia una pared, la de las mazmorras. Porque se les ocurrió de pronto que podían encerrarse en ellas para protegerse. Una y otra vez grupos de orcos se precipitaban sobre ellos y uno a uno caían al suelo. Sin embargo, uno de ellos logró dar a Raïq un golpe de maza en el brazo izquierdo.
Raïq sintió un dolor lacerante y perdió al instante la movilidad del miembro, mientras que con un giro del otro cortaba la yugular a su atacante. Molqät recibió también una daga en el hombro izquierdo, pero aún podía servirse del brazo y logró tumbar igualmente al contrincante.

Poco a poco se acercaron a las mazmorras y Raïq se volvió para abrir de golpe una de ellas y así poder meter a Nolwa dentro para protegerla. Molqät se volvió también, para ver qué estaba haciendo su señor y perdió un instante la concentración, recibiendo como consecuencia un tremendo golpe en la frente que lo derrumbó hacia el interior de la prisión abierta. Y Nolwa se giró entonces y en ese momento un orco la agarró por detrás y la levantó al aire. Nolwa perdió la lanza, que cayó al suelo, y lanzó un grito cuando el orco salió corriendo de la sala a través de la segunda salida. Raïq aulló de furia y quiso seguirlo, pero un puñado de orcos se le echó encima. El hijo del Capitán, sin embargo, estaba en plena cólera y dejando caer la espada cogió la lanza. Con una fuerza sacada de la más profunda desesperación atropelló a diez orcos a la vez, que no lograron detenerlo y se desplomaron llenos de heridas profundas en los miembros.
Raïq saltó por encima de sus cuerpos y se lanzó como un loco hacia la salida. Todos los trasgos que quedaban en la sala y muchos de los que llegaban aún por la entrada le persiguieron, olvidándose de un Molqät inconsciente, con un corte sangrante en la cabeza y el hombro medio dislocado.

Raïq persiguió al orco con toda la rapidez de sus piernas por el nuevo corredor, que volvía a subir con un pendiente suave. Detrás suyo unos cincuenta orcos le seguían furiosos, lanzando órdenes crueles en su extraña y odiosa lengua.
El camino se hizo estrecho y de pronto desembocó en un espacio vasto e inconmensurablemente grande. El techó se elevó muchísimos pies por encima de su cabeza, y un abismo insondable se abrió a sus lados, mientras Raïq avanzaba temerariamente por un estrecho puente de roca que salvaba el obstáculo. Éste se hallaba iluminado por antorchas que crepitaban en las paredes de la cueva, y así pudo ver como el orco se encontraba a unos cincuenta pasos delante de él. Estaba bien entrenado e iba muy rápido. Con toda la energía de sus músculos en movimiento Raïq se obligó a correr aún más deprisa.
De pronto el puente se terminó, pero justo delante había roca impenetrable, iluminada por las antorchas. El camino continuaba hacia la derecha, construyendo un reborde escarpado aunque suficientemente ancho que seguía la línea del precipicio, dando la vuelta a toda aquella colosal caverna.
Los orcos que lo perseguían habían disminuido su marcha al pasar por el puente, pero ahora volvieron a correr y le ganaron ventaja rápidamente. Además, parecían haber aumentado considerablemente de número.
En la pequeña caverna de las mazmorras, Molqät recuperó el conocimiento y vio que estaba solo, rodeado de cadáveres de orcos. Asustado y muy preocupado, se levantó y miró alrededor. Decidió que los orcos habían huido por la segunda salida, y se lanzó detrás su rastro de sudor apestoso y humo de antorchas.
Al mismo tiempo, el orco que llevaba a Nolwa llegaba a uno de los extremos de la Gran Caverna, donde el reborde se bifurcaba: por un lado penetraba en un túnel abierto en la roca, que continuaba en la misma dirección del reborde, y por el otro se desviaba hacia la derecha, iniciando un descenso vertiginoso hacia el fondo del abismo.

El orco penetró en el túnel a toda velocidad y poco después Raïq llegó a la bifurcación. Iba a penetrar también en el túnel, cuando de su entrada surgieron un grupo de veinte orcos que se lanzaron contra él, al mismo tiempo que el numeroso grupo que lo perseguía por el reborde llegaba a su altura. Raïq, desesperado, giró a la derecha y empezó a descender atropelladamente, cayendo y levantándose después, por la estrecha senda rocosa hacia el fondo de la sima.
Los orcos, sin embargo, no descendieron y cogieron sus arcos. Raïq pronto estuvo bajo una lluvia de flechas que silbaban a su alrededor. Aún así, el escabroso camino le protegía con sus giros repentinos y sus caídas accidentales le salvaron más de una vez la vida, aunque tampoco le salvaron del todo, pues un par de flechas lograron alcanzarle en la parte superior de la espalda. A medida que se internaba en la fosa pudo comprobar que, al menos en donde se encontraba, su profundidad no era tanta, y unos quince minutos fatigosos después llegó a suelo firme, en la base de la Gran Caverna. Pero como las flechas aún silbaban en torno suyo, buscó cobijo al pie de los altos despeñaderos, y cayó extenuado y con un fuerte mareo.

Molqät, por su parte, no había llegado al puente de piedra, pues antes de llegar a él se había encontrado con más tropas de orcos que salían de unos agujeros laterales que Raïq no había visto en su persecución, y que le cortaban el paso. Pero en lugar de volver atrás, se metió en una de las aberturas laterales, de la cual salía corriente de aire y no parecía apestar a orcos.
El nuevo pasillo era más bien estrecho y tenía el mismo aspecto que el túnel de llegada al nido del dragón, aunque más ancho. No le gustaba mucho aquello, no obstante no podía volver atrás. La galería inició de pronto un fuerte descenso y tras algunos giros y vueltas tortuosas, desembocó en un vasto espacio.
Molqät se encontraba en la misma Gran Caverna, pero en el oscuro fondo de la sima. Muy por encima de él observó la línea débil del puente de roca y los diminutos orcos que se encontraban en el repecho rocoso. Vio con dificultad que disparaban flechas hacia abajo, luego se dio cuenta que Raïq debía de encontrarse también en el fondo de la fosa, aunque no estaba a la vista pues la zona en donde se hallaba Molqät era mucho más profunda que la de Raïq, y el pendiente no era llano sino que formaba ondulaciones.
Molqät se adentró en la Gran Caverna y fue ascendiendo hasta que por fin divisó a la lejanía el pequeño punto de luz que pertenecía a la antorcha de su señor. Y de pronto, la luz se apagó y los orcos dejaron de disparar. El escudero vio como la jauría de pequeñas figuras avanzaba hasta el extremo de la sala y luego sus luces también desaparecieron. Molqät supuso que debía haber algún túnel por el que hubieran entrado. Sin enemigos a la vista, empezó a correr hacia el lugar donde la luz de su señor se había fundido.

Una media hora de marcha dura por aquel terreno desigual fue suficiente para llevar a Molqät hasta la pared del extremo de la cueva. Allí buscó ansioso algún rastro de Raïq, hasta que descubrió otra galería que se adentraba en la roca. Traspasó su entrada y siguió unos pasos, pero enseguida escuchó unos susurros escalofriantes justo delante de él y se detuvo. Una partida de trasgos se hallaba agazapada detrás de unas rocas, vigilando hacia la oscuridad del corredor. En el muro del lado izquierdo había unas toscas escaleras que subían, quizá hasta el otro pasillo por donde habían salido los orcos, arriba del todo en el reborde. Estaban cortando la retirada a Raïq.
Eran cinco orcos, pero daban la impresión de ser no demasiado grandes. Con la antorcha en una mano y la espada en la otra, Molqät se lanzó adelante con un grito de furia. Los orcos prorrumpieron en chillidos guturales y saltaron como ranas de sus puestos, entre asustados y rabiosos. Con la antorcha, el escudero quemó a uno de ellos dejándolo ciego, mientras con la espada derribaba a un segundo trasgo que se abalanzaba ya sobre él. Un tercer orco lo empujó al suelo, pero Molqät se giró rápidamente y lo ahuyentó con el fuego. En ese momento sintió un dolor penetrante en el mismo brazo izquierdo que ya había resultado herido en las mazmorras. Ese era el brazo de la espada, que cayó al suelo y rebotó para caer a los pies del cuarto orco. Molqät se levantó como pudo y atacó frontalmente antes que pudiera coger el arma. El fuego prendó de los harapos del orco que se incendiaron en el acto, y éste huyó aullando en dirección a la Gran Caverna.
Luego, Molqät cogió otra vez la espada, pero los orcos habían tenido bastante y huyeron todos escaleras arriba, el ciego tropezando a cada instante y gruñendo con ira.

El joven escudero notó que su brazo perdía la fuerza y sus heridas estaban aún abiertas, así que las vendó como pudo, con tiras de su propia ropa. Luego se guardó la espada en el cinto y con la antorcha en lo alto, avanzó hacia delante. No tardó mucho en llegar hasta el fondo de un estrecho pozo seco. Mirando hacia arriba se podía atisbar un conducto en forma de tubo que subía muchos pisos en la roca.
Allí, Molqät descubrió unos restos de comida en el suelo. Raïq, al parecer, se había detenido a comer algo durante un rato. Y este detalle llenó de esperanza al joven, pues al menos había posibilidades de que estuviera vivo. Además, la distancia entre ambos se había reducido si su señor se había demorado en aquel pequeño recinto. Con algunos ánimos más, el escudero prosiguió infatigable su camino.

El conducto de roca le llevó hasta otra gruta, que no distaba de allí más que unos veinte minutos de marcha. Y Molqät llegó a tiempo de ver una imagen dantesca.
En medio de aquella cavidad se encontraba Raïq, pero en una situación que llenó de horror los pensamientos del joven escudero. Siete enormes bestias de unos treinta pies de largo lo rodeaban, a punto para atacar. Molqät lo comprendió de pronto: las crías del dragón.

La cámara hedía terriblemente y había excrementos y huesos por todas partes que confirmaban que aquello era el habitáculo provisional de los pequeños gigantes. Por eso los orcos no se adentraban allí. Sabían muy bien qué les aguardaba.
De pronto, antes que Molqät pensara en nada, las bestias atacaron todas a una. Raïq se perdió en medio de la masa confusa de la lucha. Molqät sabía que debía ir en ayuda de su señor, pero las piernas no le obedecían y su corazón estaba a punto de estallar. Al fin vio con alivio a una pequeña figura que se escurría hacia un lado. Inmediatamente, los dragones se volvieron y atacaron en aquella dirección. Eran muy jóvenes aún y no tenían la sabiduría de los grandes dragones, ni la astucia.
Raïq acababa de percatarse de este detalle. Para ellos, él no era más que un alimento con quien jugaban antes de hincarle el diente. Debía sacar provecho de aquello. Y se le ocurrió una idea. Con un salto subió encima de uno de los dragones jóvenes, que aún tenían la piel lisa y sin púas, y con su lanza hirió los ojos del dragón que tenía más cerca. Luego la hundió en el lomo de su montura. Justo después perdió el equilibrio y se precipitó en el suelo, arrancando el arma con brusquedad. El segundo dragón, aullando, atacó al primero y éste se defendió. Era la primera vez que uno de sus hermanos llevaba un juego tan lejos y no iba a permitirlo. Desde el suelo, Raïq volvió a utilizar su único brazo sensible y clavó la punta de metal en el vientre de un tercero y rápidamente se arrastró hacia unas rocas. El tercer dragón se unió a la lucha, y luego el cuarto, y el quinto. Al final se libraba una pelea mortal entre las crías, con rugidos escalofriantes y se levantó una gran polvareda que empañó el aire de la cueva, mientras Raïq lo observaba con los ojos muy abiertos. Al poco tiempo, uno de ellos se desplomó con toda su longitud, sangrando profusamente por el cuello. Y después llegó el segundo, y uno a uno fueron cayendo ante los ojos asombrados de Raïq y Molqät.

Finalmente quedó el último, el más grande de los jóvenes. Estaba aún en buenas condiciones físicas y parecía más listo que sus hermanos. Miró directamente a Raïq y soltó un bufido helado. Abrió la boca mostrando unas cuchillas brillantes, y de pronto escupió una ráfaga de aire glacial que hizo temblar al joven Capitán. Sus miembros se pusieron más rígidos y su mente quedó paralizada. Y el dragón atacó entonces, con fiereza y soltando un rugido potente. Molqät lanzó un grito de horror y aquel sonido y el recuerdo súbito de Nolwa, más que ninguna otra cosa, hizo despertar a Raïq, que levantó casi inconscientemente la lanza con su brazo bueno, para protegerse del golpe. El dragón cayó sobre él, pero se encontró con la lanza y todo su peso hizo que ésta penetrara profundamente en su cuerpo. Aullando de dolor, la bestia se retorció y esto hizo que la herida se agrandase enormemente. Luego dio un salto de terror y cayó de costado, revolviéndose e intentando quitarse la lanza, pero los dientes de la punta desgarraban su carne cada vez que intentaba arrancarla.
Entonces Molqät venció por fin su miedo y saltó hasta el interior de la cueva, corrió hacia la bestia y le hundió su espada en la cabeza, mientras que con el fuego la cegaba. El dragón dio una sacudida terrible y se fue quedando sin fuerzas muy rápidamente y poco después dejó de moverse. Estaba muerto.

Molqät cogió su espada y arrancó con fuerza la lanza, y corrió hasta Raïq. Éste se encontraba inconsciente debido al ataque, dentro de una pequeña cavidad del suelo que lo había protegido del peso del monstruo. Estaba vivo, pero muy débil. Molqät lo levantó como pudo, experimentando un intenso dolor en el hombro, y lo arrastró hacia delante. Pocos pasos encontró un nicho en una de las paredes y se refugiaron allí. Raïq se despertó lentamente y vio a Molqät. Sonrió débilmente, pero estaba extenuado y volvió a cerrar los ojos y se durmió. Molqät apagó su antorcha y se quedaron a oscuras, pues la de Raïq se había perdido y apagado en medio del combate.

En la oscuridad transcurrió lentamente el tiempo, y Molqät escuchaba atentamente, pero nada ni nadie se acercó a ellos. El joven escudero pensó en todo el tiempo que llevaban bajo tierra y se asustó al comprobar que le resultaba difícil recordar el sol y las murallas de Rangost, tan lejos en el oeste, a muchos días de camino por páramos desolados. Y él estaba en ese lugar, el frío norte, bajo montañas de roca intentando sobrevivir. Y volvió a notar el intenso frío que no había dejado de acompañarles en toda la travesía, pero que ahora le agarraba los miembros e intensificaba el dolor de las heridas. La oscuridad total y el ambiente glacial le sumieron en un malestar profundo. Entonces cogió un poco del aceite de la tea y lo encendió en un hueco que hizo con piedras, para que diera la justa luz para verse las manos. Cogió la hoja con la que había empezado el trazado de los túneles y, con un poco de carbón que aún guardaba, trató de recordar el recorrido subterráneo que habían seguido desde la última vez que había escrito algo. Pocos minutos después, sus manos empezaron a dibujar pacientemente en la semioscuridad y en el más profundo silencio. No lo hacía con una intención práctica, sino más bien para olvidarse de todo lo demás. Y sucedió que al final el sueño pudo más que él y se durmió.

Raïq se despertó lo que parecían varias horas después, y aparentemente estaba algo más recuperado porque Molqät lo había tapado con su capa y lo había protegido del frío. Vio a Molqät dormido a su lado y lo despertó suavemente. Raïq no habló, pero su mirada demostraba un gran afecto por su compañero de aventuras. Cogió la lanza, sucia de la sangre del dragón, y utilizándola como bastón con su brazo bueno, se alzó. Sus piernas estaba adormecidas, pero notó que poco a poco le volvían las fuerzas. Y luego dijo una sola palabra:

  • Adelante.

Y sus ojos brillaban.

Molqät encendió la antorcha y le siguió. Los dos exploradores avanzaron una vez más, juntos en aquel endiablado mundo oscuro y frío. La caverna les llevó a otro túnel que volvía a descender. Poco después el camino se convirtió en unas escaleras talladas en la roca, seguramente construidas por los enanos en tiempos inmemoriales. Molqät contó quinientos peldaños antes de llegar a terreno llano. Allí, el frío se intensificó. Un ambiente gélido les azotó en la cara y los miembros, y la roca apareció de pronto recubierta por escarcha, y luego por hielo. Se taparon como pudieron y se caminaron uno junto al otro, cerca del fuego de la antorcha que pasó a tener una segunda utilidad vital. Grandes vaharadas de vapor salían de sus bocas al respirar, mientras avanzaban por una galería de hielo. Durante un tiempo excesivamente largo continuaron sin pausa, hasta que por fin llegaron a la salida de aquel conducto de hielo.

Una extraña gruta se abrió ante sus ojos. Inmensamente alta, estaba repleta de impresionantes columnatas de hielo brillante que reflejaba mil veces la luz de la tea y que se alzaban hasta el infinito. Parecía que todo el frío del mundo estuviera contenido en aquella cueva de hielo, en el corazón de la montaña. Rocas cubiertas de escarcha llenaban el suelo con extrañas formas caprichosas, y las paredes se elevaban hasta el cielo. En un extremo, un abismo insondable continuaba hasta el centro de la tierra. Cuando lo vio, Raïq experimentó un terrible escalofrío que lo puso totalmente rígido.
Molqät y su señor se apretujaron uno contra el otro y lo observaban atónitos. El vapor que exhalaban subía en grandes nubes y se deshacía lentamente. Pero luego Raïq vio a un lado una senda de hielo que subía arrapada a la pared, formando un pendiente en caracol hasta algún lugar ignorado. Al acercarse, descubrieron que se trataba de una escalera de hielo, y mirando hacia arriba no lograron ver su final. Quizá llegase al mismísimo pico de la montaña, lo que podía resultar una salida.

Molqät sacó algunos víveres y comieron al borde del precipicio, siempre atentos a cualquier sonido y evitando lo mejor que supieron el frío. Estaban hambrientos, y más el joven escudero que no había comido desde hacía una eternidad.
Luego, se levantaron y atacaron la escalera de hielo. Peldaño a peldaño fueron subiendo trabajosamente durante lo que les parecieron horas enteras. Se detenían de cuando en cuando para recuperar fuerzas y evitaban mirar hacia abajo, porque la altitud empezaba a hacer respeto. Aún las gruesas columnas de hielo se elevaban delante suyo y hacia arriba. Pero después de mucho subir y subir, las escaleras llegaron hasta una plataforma que sobresalía de la pared de la montaña y era allí donde terminaban los grandes pilares blancos. Quizá en épocas olvidadas del mundo, grandes masas de agua se precipitaban desde aquel saliente hasta la cueva de hielo, pero ahora solamente restaban las últimas reservas convertidas en hielo imponente. Y el camino aún continuaba hacia arriba, perdiéndose en la oscuridad.
Allí Raïq se detuvo.

Molqät miró a su señor y se asustó. Durante los últimos peldaños su paso se había hecho más lento y vacilante. Su semblante era profundamente sombrío y tenía los ojos bajos. Molqät tuvo una rara sensación de pánico. Raïq murmuró:

  • Si sigo subiendo, la perderé para siempre. He venido a buscarla, y lo haré, aunque tenga que bajar al centro de la tierra. No puedo seguirte hacia arriba, hasta un mundo brillante pero sin ningún sentido para mí. Vete y vuelve a tu casa, a Rangost, con los tuyos. Debo ir hacia abajo.
  • Señor, no puedo dejarte así. Estás malherido. Nunca conseguirás salir solo de aquí. No pienso abandonarte ahora. No lo hice en la entrada y no lo haré aquí. Nunca.
  • Molqät, escúchame. Debes volver. Y por una razón muy sencilla.

Raïq abrió el cuello de su chaquetón de cuero y sacó una cadena de la que colgaba el escudo de la capitanía, hecho de plata y cobre. Se la quitó y la dio a Molqät. Después sacó un pergamino de una pequeña bolsa que llevaba escondida e hizo lo mismo. Miró a su escudero:

  • Si no vuelvo, quiero que seas tú el nuevo Capitán de Rangost. No puedo arriesgarme a que por mi culpa la ciudad pierda confianza y se pelee por el puesto. He estudiado a menudo un capítulo de la historia de Rangost. En él se cuenta como hace muchos años el demonio del Último Desierto planeó un gran engaño para destruir la ciudad y consiguió empezar una guerra civil. Si no vuelvo y corre la voz que no hay heredero para el puesto, las cosas pueden agravarse mucho. Así que, por orden de Raïq hijo de Nahraq, tú, Molqät hijo de Wölfreq el Consejero, eres nombrado heredero legítimo del puesto de Capitán de los Cazadores, en el caso que no pueda volver nunca a Rangost. A partir de ahora, cumple con tu deber y sé digno de él. Has sido un compañero excelente y he comprobado, desde mi escasa experiencia, que eres inteligente y tienes el valor que ha ennoblecido desde siempre a nuestro pueblo, los Cazadores. Te doy las gracias y te digo: amigo mío, lucha y sigue adelante. No puedo darte otra recompensa en estos momentos, más que mi agradecimiento y esta carta en la que te nombro heredero. Pero obedece la última orden de aquel que llamas señor y amigo: ¡Vete! No es éste tu destino. ¡Huye de este oscuro mundo!

Molqät sintió como las lágrimas se le agolpaban en los ojos:

  • Señor, esto es un honor demasiado grande para mí,... Compréndalo mi señor, no puedo abandonarle aquí, no podría soportar esta falta de lealtad durante toda mi vida...

Pero Raïq no lo escuchaba ya. Molqät lo miró. Había una expresión rara en sus facciones. El joven escudero le siguió la mirada.
Y palideció.

A unos ochenta pies por debajo de su nivel había otro saliente en el que no se habían fijado antes, pues quedaba oculto por unas rocas heladas que lo tapaban parcialmente y solamente lo podían ver bien desde arriba. Era un saliente bastante ancho, aunque no muy prominente, y detrás, abierto en el hielo, había un gran nicho de unos veinte pies de altura, iluminado por unas antorchas.
En el borde izquierdo del nicho, una figura humana se hallaba medio tumbada en el suelo de hielo, atada a una argolla de hierro.

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