domingo, 13 de junio de 2010

38
La Leyenda de Raïq y Nolwa
(cuarta parte)

Después de penetrar en la oscura abertura siguieron una galería descendente que olía peor a cada paso que daban. Los caballos los habían dejado en un pequeño prado que había cerca de la cueva, pastando, y ahora ya no oían sus relinchos. Unos centenares de pasos recorrieron y el túnel se ensanchó de pronto, y llegaron a la primera bifurcación.

Cogieron un camino cualquiera porque no había otra manera que confiar en la suerte, marcaron la señal en la pared y siguieron andando, mientras Molqät dibujaba a la luz de la antorcha que llevaba Raïq el sendero que recorrían. Y así siguieron, horas y horas, adentrándose cada vez más en el corazón de las montañas, muy por debajo del nivel del suelo.

Tenían la sensación de encontrarse en un laberinto inmenso de millas y hasta leguas de recorrido, en una oscuridad total que empezaba a una yarda de sus antorchas, y perdieron toda noción del tiempo. De vez en cuando descansaban, intranquilos, en recovecos de los oscuros corredores, para levantarse al mínimo crujido de la roca. Durante todo este tiempo no habían visto ni oído ninguna presencia de enemigos y les pareció muy raro.
Sin embargo, cuando ya tenían la sensación de haber recorrido la cueva durante años enteros, en cierta ocasión torcieron por un túnel cualquiera y encontraron un camino recto y muy bien tallado que avanzaba durante un largo trecho, sin torcerse ni bifurcarse. Miraron atrás y vieron que el túnel se perdía a sus espaldas, y que el pasaje por el que habían llegado al pasillo parecía una tosca abertura en las paredes lisas, hecha mucho después que la galería original. Por fin se encontraban en la galería de una mina construida por enanos.

Hacía tan solo unos minutos que avanzaban por la galería cuando todo se precipitó de golpe. Oyeron por primera vez algo que habían temido durante días enteros, desde que salieron de Rangost: ruido de pasos apresurados. A sus espaldas. Se volvieron y pudieron ver en la lejanía unos puntos rojizos que se acercaban velozmente. Un grupo de orcos corriendo. El miedo les asaltó y se pusieron a correr también, hacia delante. De pronto, encontraron una bifurcación justo enfrente. Un camino seguía recto, y había otros dos a los lados. Se detuvieron nerviosos, mirando cada una de las tres opciones. Pero de los pasillos laterales les llegó también ruido. Más orcos que se unían a la persecución. Aterrorizados, Raïq y Molqät salieron lanzados hacia delante, apagando las antorchas. Iban ahora totalmente a oscuras, pero no había tiempo para precauciones y el camino parecía tan recto como siempre. Veloces, notaron por dos veces corrientes de aire en sus rostros, que provenían sin duda de más aberturas laterales. Sin embargo, no se pararon por miedo a que llegasen más orcos. Efectivamente, decenas y más decenas de orcos habían iniciado una furiosa persecución de los intrusos, y su número aumentaba a medida que llegaban de sus guaridas. Los orcos conocían todos los túneles perfectamente, al contrario que los dos exploradores, y no tardaron en ocupar todos los corredores y rodearlos.

Raïq y Molqät de pronto escucharon en plena carrera pasos delante y detrás, y con una horrible certeza comprendieron que era el final, se detuvieron en seco y sacaron sus espadas, que chillaron al ser arrancadas de sus fundas, al tiempo que volvían a encender las antorchas. Pero a la luz de éstas, una sombra se perfiló en una de las paredes del pasillo oscuro, y descubrieron detrás de una gran piedra una pequeña abertura que daba paso a un conducto estrecho y maloliente, demasiado estrecho para un orco medianamente corpulento. No era un camino nada seguro, pero decidieron que lo que pudieran encontrarse allí no podía ser peor que una emboscada de casi un centenar de orcos. Así que volvieron a apagar apresuradamente las antorchas y guardaron las armas mientras se introducían fatigosamente por el estrecho agujero. Casi tuvieron que arrastrarse por él, pero tan solo fueron unos pasos, pues se detuvieron y escucharon. Y cosa extraña: no oyeron ruidos. El pasillo estaba silencioso como una tumba. Sin embargo, no salieron a comprobarlo y poco a poco continuaron avanzando por el conducto, que inició un descenso progresivo. Era un conducto insólito, pues era rugoso y ondulante, y sin embargo no parecía natural. Pero a buen seguro no era obra ni de orcos ni de enanos. Raïq y Molqät no se detuvieron para pensarlo y fueron adentrándose aún más hasta el centro de la tierra, hasta que al fin palparon como el conducto se volvía más y más amplio, y llegaron a lo que parecía ser una gran caverna subterránea. Se quedaron cerca de la entrada, y escucharon atentamente. No oyeron nada, y después de mucho pensarlo decidieron encender una vez más las antorchas.

Poco a poco fueron percibiendo los contornos de la vasta sala. En el ambiente flotaba un hedor a podredumbre que les hería la nariz y pudieron ver que el suelo no era llano, sino que estaba lleno de agujeros y pequeñas depresiones abruptas. Todo estaba lleno de pedazos de roca y pudieron atisbar algunos huesos y algo que parecían trozos de cáscaras. Raïq comprendió de pronto con un brutal escalofrío que aquello era el gigantesco nido de un dragón. No podían quedarse allí de ninguna manera, y tampoco volver atrás. Tenían que buscar otra salida en la sala, así que dejaron la relativa protección de la entrada del conducto y se adentraron en la caverna con suma cautela. Molqät, que estaba pensando en aquellos momentos en el extraño conducto que habían dejado atrás, se le ocurrió que quizás su constructor había sido una cría de dragón, que al salir del nido decidió explorar aquel tenebroso mundo. Y aquello lo asustó, pues quizá no solamente hubiera un dragón allí dentro.

El frío era glacial en aquella tétrica sala llena de ecos profundos. Los dos exploradores anduvieron lentamente por su centro, con todos los sentidos alerta. Un silencio extraño y antinatural flotaba en el ambiente. Parecía como si todo el mundo contuviera la respiración, esperando, vigilando. Raïq se detuvo de pronto y alzó la antorcha. Habían llegado al otro extremo de la cámara. Tres oscuros túneles se abrían en esta parte de la sala, opuesta al lugar desde donde habían entrado. Todos ellos desprendían una atmósfera repulsiva que daba al ambiente de la sala del nido un aire incluso confortable. Raïq y Molqät se miraron y escogieron con un gesto el del centro, y en ese momento un gruñido sordo y bajo los paralizó. Procedía del mismo túnel al que se dirigían y vieron unos ojos inyectados en sangre que brillaban. Muchos pares de ojos. Y se oyeron pasos. Muchos pasos.
Cinco formas oscuras salieron de pronto del primer túnel y, corriendo, cruzaron la sala. Pronto adivinaron con horror lo que sucedía. Los orcos llegaban a decenas por los túneles y les habían cortado la retirada.
Habían caído en una trampa.

Pronto los dos exploradores se encontraron rodeados, en medio de un círculo de voces susurrantes que lanzaban sonidos guturales. Un gran orco, alto como un hombre y muy corpulento, se adentró y los miró frente a frente. Llevaba una gran maza armada de púas de metal y de su boca maloliente salían unos grandes colmillos amarillentos. Les dijo algo en una lengua extraña, pues aquella era la Lengua Negra, que ellos desconocían al igual que los demás cazadores, excepción hecha del Sabio Alatar. El tono de voz del gran trasgo era cruel y lleno de maldad. Iba a matarlos, y ellos lo sabían. El gran orco sonrió triunfalmente y, blandiendo la maza en lo alto, se dispuso a acabar con ellos y romperles el cráneo. Raïq desenvainó velozmente su espada y, desesperado, la volteó con todas sus fuerzas alcanzando al gran orco en el pecho, del cual manó copiosamente sangre negra. El orco rugió de dolor y de ira, y al instante todos los demás se lanzaron aullando sobre Raïq y Molqät, haciéndoles caer al suelo y precipitando su más que definitivo final… Pero un clamor de alerta se elevó entre los enemigos.
Raïq giró fatigosamente la cabeza y vio que los orcos se alteraban visiblemente y muchos de ellos huyeron de pronto en desbandada.

Los dos compañeros de viaje se miraron fijamente, asombrados y con el rostro pálido. El suelo se estremeció brutalmente y un viento glacial barrió la cámara, cuando sonó una voz mucho más potente que la de los orcos, un terrible bramido que hizo retumbar el eco por toda la montaña. Raïq miró un segundo hacia arriba y vio por primera vez que la cueva del nido no tenía techo, y que las paredes se elevaban muchos pisos por encima de sus cabezas, formando una especie de cañón subterráneo. Y estas paredes temblaron y la roca crujió de repente, mientras se deslizaba desde los pisos superiores una gran masa imponente bajo una intensa lluvia de cascotes que bombardeó el nido vacío.
Nakmaring, el dragón que hasta entonces había estado dormitando en una cueva cercana, se había despertado.

Molqät vio un cuerpo enorme y alargado, más duro que el acero y con múltiples escamas y pinchos de hielo, que al deslizarse por la roca producían un ruido infernal. El monstruo se movía con gran rapidez, como una serpiente, pues aunque tenía patas con garras se impulsaba solamente con su poderosa musculatura. Y se lanzó contra los orcos, arremetiendo con fiereza y empujándolos hasta los dos primeros túneles. Sus inmensas mandíbulas se cerraron de golpe y con unas cuchillas cual cimitarras de hielo trituró su presa, un orco que no pudo escapar a su letal ataque. Un alarido brotó de la garganta del trasgo antes de sucumbir y Raïq y Molqät se taparon las orejas.
Las imágenes del sueño volvieron como relámpagos a la mente de Raïq, y vio otra vez la cara del monstruo, y pensó que nunca se había llegado a imaginar que ese ser fuera tan grande- El joven Capitán estaba blanco como la cal y le temblaban las manos. Gotas de sudor se le helaban en la cara mientras observaba a aquella terrible bestia. Sin embargo, viendo los atroces embates de Nakmaring contra los orcos, se percató de algo. El dragón se encontraba de espaldas a ellos, separándolos de los orcos con su cuerpo, de casi doce pies de grosor, e impidiendo igualmente su fuga por los dos primeros túneles. Pero así el tercero quedaba libre…

Con una mirada desesperada a su compañero de aventuras, señaló la oscura abertura que estaba frente a ellos. Cautelosamente se arrastraron, mientras el suelo y las piedras gemían ante la cólera del gran dragón y el polvo se arremolinaba tormentosamente, y llegaron hasta la boca del tercer pasillo. Allí se pusieron en pie y se internaron velozmente en la oscuridad del nuevo camino. Pronto empezaron a correr, con los corazones palpitando fuertemente y con la llama de las antorchas casi horizontal, dejando atrás los orcos y el dragón, que aún no había detectado su presencia.
De repente, Raïq soltó un grito y se hundió en el suelo delante de Molqät, precipitándose hacia abajo. Molqät ahogó una exclamación de desespero y dirigió rápidamente la tea a sus pies. Vio un nicho en la roca de unos diez pies de profundidad, de apariencia natural y con la anchura suficiente para caer holgadamente en él. Molqät llamó con urgencia a su señor, y suspiró cuando éste le tranquilizó casi al instante. Bastante magullado, Raïq aseguró que no parecía tener nada roto pero que necesitaría ayuda para subir otra vez.

Ya estaba Molqät cuerpo en tierra alargando la mano, cuando el joven Capitán vio algo a la débil luz de la antorcha, aún encendida. En un recoveco de lo más profundo de la grieta había algo que brillaba. Se arrastró como pudo hacia aquella zona, muy estrecha, y descubrió, antes que nada, un esqueleto retorcido sobre sí mismo. No era de orco y en cambio estaba casi seguro que había pertenecido a un ser humano. Le comunicó a Molqät su descubrimiento y estudió aquel amasijo de huesos. El esqueleto medía algo más de seis pies de largo y daba la impresión de llevar muchísimo tiempo allí, pues estaba totalmente seco y los huesos se hallaban manchados por el paso del tiempo. Aquel hombre, de una respetable estatura en vida, presentaba una calavera con un agujero en la frente que le horadaba el cráneo. Raïq buscó a su alrededor y halló el asta rota de una flecha orca.
Aún conservaba algunos jirones de ropa, cuyo color había desaparecido casi totalmente, y entre los cuales se hallaba una cota de malla, inservible ya que la habían deformado a martillazos. También se apreciaban algunos adornos de metal tirados en el suelo, corroídos por el paso de los años, quizá algún tipo de enseña colgada en la ropa, lo que demostraba un origen importante del propietario del esqueleto, quizá algún noble guerrero. Había algo que parecían unas alas de ave, pero poco más se podía adivinar al respecto.

A Raïq se le ocurrió que quizá había sido algún matador de dragones, al que los orcos habían sorprendido antes de terminar su tarea.
Más allá del esqueleto, en el rincón más recóndito de aquel agujero, brillaba algo de metal. Raïq se estiró todo lo que pudo y alcanzó a ver una espada rota, de empuñadura bellamente tallada, y un par de armas más. Eran dos instrumentos bastante extraños, parecidos a las lanzas corrientes, pero más largos y más gruesos. Al tacto, estas lanzas tenían un relieve rugoso, y ambas presentaban en la parte central una hendidura de tacto liso, posiblemente para permitir una buena empuñadura. La enorme punta metálica que presentaban las dos armas era muy dura y afilada y sus bordes estaban dentados, quizá para impedir que el arma se soltase una vez clavada. Raïq supuso que aquellas armas de manufactura extraña y sabia habían estado construidas con el único fin de matar un dragón.

Molqät le apremió entonces, devolviéndolo al mundo presente, y Raïq comprendió que debían huir cuanto antes. Así que, después de pensarlo un poco, cogió una de las lanzas y se arrastró hasta la mano de Molqät. Un minuto después se encontraba otra vez en el túnel, y los dos exploradores reemprendieron sin demora su camino. Escuchaban atentamente mientras proseguían, esta vez andando más lentamente y vigilando atentos el suelo a la luz de las antorchas.
No se oía ni veía nada, y gradualmente el pasillo subterráneo empezó a descender aún más hacia las entrañas más profundas de la montaña. Hasta aquel momento no habían detectado ningún pasillo lateral en las paredes, pero a partir de entonces los hallaron bastante a menudo.
Raïq y Molqät se mantuvieron en guardia mientras exploraban aquel extraño mundo. Tenían extraños presentimientos y también el hambre empezaba a atenazarles. Sus provisiones eran más bien pobres, pues Molqät las había cogido con prisas en su huida de Rangost, pero pronto tuvieron que hacer un alto para comer, y se sentaron. Comieron por turnos, y mientras uno de ellos vigilaba el túnel, el otro masticaba en el más absoluto silencio.
En estos momentos de relativa calma Raïq volvió a notar la extrema necesidad de encontrar a Nolwa. Sus sentimientos, atenuados por el peligro y el hambre, volvían con fuerza y amenazaban con volverle loco. Intentó serenarse y se irguió al momento. No podía quedarse sentado, pues aún era peor. Debía continuar y mantener su mente concentrada. Así que reanudaron una vez más su penosa marcha.

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