30-La Tormenta Oscura
El Bardo de librea oscura, de voz profunda y grave, refirió:
Durante aquellos días, los barcos no salieron del puerto y los campesinos no labraron los campos. Los taladores guardaron sus hachas y la gente se encerró en sus casas.
Las tinieblas empezaban a cubrir el cielo de Rangost, lentamente, con calma y tenacidad. Las nubes crecieron y se oscurecieron doblemente. Alatar estaba muy nervioso y su mente presagiaba desastres.
Y llegó el fatídico 29 de junio del 2460.
Había amanecido sin el sol y el cielo estaba más oscuro que nunca. Una negrura con tintes rojizos se arremolinaba alrededor de la gran ciudad, y poco a poco aumentó de volumen y las nubes casi alcanzaron la torre de la Capitanía.
Era media tarde cuando empezó.
Unos resplandores surgieron de las nieblas tormentosas y relámpagos zigzaguearon por la base de las descomunales nubes. Con un estruendo pavoroso, un rayo inmenso descendió de la nube más grande y dio contra el techo de la torre de la Capitanía, que se vino abajo y centenares de cascotes salieron volando en todas direcciones. Un segundo rayo impactó contra el Cerco de Cazadores, fundiendo parcialmente la plata y el bronce del escudo de Rangost. Y llegó un tercero. Y un cuarto. Y un quinto.
Una hora después se había desatado una tormenta terrorífica, con decenas de relámpagos que incesantemente sacudían las calles. Muchos de ellos alcanzaban los tejados de las casas, que se incendiaban en grandes llamaradas. La gente de Rangost huía presa del pánico más absoluto, corriendo sin dirección por las calles, con la luz de los rayos y el retumbar de los truenos encima y con un viento infernal azotándoles sin piedad. Un vasto espectáculo de fuego y oscuridad había sumido la ciudad en el caos.
Alatar había permanecido quieto durante la mayor parte de la tormenta, pero al ver como perduraba la situación no se quedó de brazos cruzados. Cogió su vara y subió raudamente hacia lo más alto que pudo de la Capitanía y extendió los brazos. Gritó a la oscuridad:
- ¡Vete! ¡Deja en paz esta ciudad! ¡Vuelve a las tinieblas!
La oscuridad se arremolinó a su entorno, con un viento despiadado. Alatar alzó la vara. De la punta de madera salió de pronto una luz brillante que se propagó por el aire, luchando contra la niebla. Pero casi al instante, un rayo golpeó la pared de la torre, a unos diez pasos del mago, que vio como se abría un boquete en la piedra. Un vendaval se arremolinó entre los cascotes. Justo después, otro rayo cayó en una almena, provocando un derrumbamiento de varias piedras que cayeron a los patios inferiores. Alatar no se inmutó. Observaba tensamente hacia el cielo. Sin previo aviso las nubes tormentosas ganaron altitud. Un resplandor rojizo las recorrió velozmente en toda su longitud y se concentró en un punto, el ojo de la nube, del que saltó un relámpago que sacudió violentamente el suelo a unos dos pies escasos del mago, quebrando las piedras que saltaron con el impacto. Alatar se vio lanzado por un calor tremendo hacia la pared de la torre contra la que chocó y quedó tumbado en el suelo. Luego, la oscuridad ganó más altura y lentamente los relámpagos disminuyeron hasta desaparecer. La densa niebla empezó a deslizarse hacia el Mar de Rhûn. Las olas crecieron en altura y la tormenta se desató otra vez en medio de las aguas, y poco a poco se perdió en la distancia.
Alatar se levantó como pudo y se apoyó contra la pared, observando el Mar. En el horizonte aún se divisaban relámpagos y se oía el retumbar de algún trueno. La Sombra había pasado un poco más lejos de lo que suponen muchas crónicas. Había atacado Rangost.
Y luego, Alatar dirigió de pronto su mirada al norte. Y vio una columna oscura que avanzaba lentamente por los prados, bastante lejos de las murallas. Parecían hombres que caminaban, soldados. Un ejército enorme que viajaba hacia el oeste, probablemente aliados de la Sombra que la seguían.
Abajo, en las calles de la ciudad, la gente corría con cubos de agua, botijos y barriles, intentando aplacar los incendios. Sin embargo, por suerte aquella noche el tiempo acabó de su parte, pues el cielo se cubrió otra vez de nubes, esta vez de lluvia, que inundó las calles y apagó los incendios.
A la mañana siguiente, 30 de junio, Rangost amaneció devastada y humeante. Las calles estaban llenas de escombros, sucias y empapadas de agua. Casi un centenar de casas estaban derruidas y otras muchas necesitaban serias reparaciones. Había desperfectos en las murallas y tres grandes navíos se habían hundido en el puerto. La Capitanía presentaba un lamentable aspecto, con la torre superior medio en ruinas y con los jardines y patios arrasados, y toda la vegetación quemada. Los bosques del sur de la Gardereda habían sufrido también el ataque del fuego y en muchos sitios los árboles estaban negruzcos y retorcidos.
En cuanto a bajas, casi ochenta personas perecieron bajo los rayos o los incendios. Durante los días siguientes, las palabras fueron pocas. Obreros con aire ausente y ojos asustados trabajaban inconscientemente, sin pensar, reparando los daños. La gente enterró a sus muertos sin abrir la boca.
Alatar observaba todo aquello en silencio, preguntándose qué pasaría a partir de entonces. Si tal como suponía aquello era una pequeña parte del poder de Sauron, podía llegar a ser terrible.
Y quizá no se tuviese que esperar mucho para comprobarlo.
El mal empezaba a moverse.
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