lunes, 30 de agosto de 2010

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El Último Capitán

7.Dresteq y Jinyia

La primavera que siguió a aquel doloroso invierno quiso compensar todas las desgracias y fue espléndida como pocas. Los campos y los bosques florecieron con una magnificencia digna de ser cantada en verso, y el comercio con Esgaroth y con las Colinas de Hierro prosperó, y poco a poco Rangost empezó a olvidar las penurias pasadas.

Con la llegada del verano, la tristeza se borró por fin de la expresión de Jinyia, aunque no en la de su padre. Parecía que Quolhad no había asimilado aún la muerte de su esposa, y para los habitantes de la Gardereda seguía siendo “uno de los sureños”. A decir verdad, pese a la amistad con todo el mundo, se sentía solo, y estaba preocupado por algo, aunque no quiso decir de qué se trataba. Además, sus manos mutiladas por el frío le impedían trabajar en el campo, y tuvo que contentarse con cuidar de algunos animales de granja, y aún así necesitaba toda la ayuda que pudiesen prestarle. Por suerte, Jinyia estaba a su lado y lo reconfortaba.

Sin embargo algo tenía que cambiar. Porque desde su instalación en la Gardereda, Dresteq, el hijo del Capitán, venía a menudo a visitar a Quolhad y a su hija. Y entre los dos jóvenes, Quolhad lo advertía sin mucho esfuerzo, había nacido algo más que una profunda amistad.
El verano dejó paso al otoño, con sus atardeceres de terciopelo anaranjado y sus irregulares lluvias que daban una fragancia agradable a los bosques.
Dresteq solía entonces llevar a Jinyia de paseo con su caballo por los prados, los bosques y la ciudad, enseñándole todos los terrenos de Rangost y contándole su larga historia. Jinyia le escuchaba con una sonrisa en los labios y era feliz. Estos paseos se repitieron cada vez con más frecuencia; y bajo los colores rojo y amarillo y ocre y púrpura de los árboles, en un crepúsculo de octubre bendecido se miraron por fin a los ojos con algo mucho más profundo que antaño, y allí mismo, en un claro amable del bosque, se prometieron amor eterno, un amor que no debía desfallecer pasara lo que pasase, y pusieron por ello a todas las estrellas por testigo.

El Capitán Gurunthar supo por Dresteq mismo de su amor hacia la joven, y aunque hubiera querido que su hijo se uniera a una mujer de su propio pueblo, su carácter no era tan orgulloso ni elevado como para impedir una mezcla de los dos linajes.
Dresteq se lo agradeció con infinita alegría, y un día le pidió de forma oficial a Quolhad la mano de su hija. El sureño miró a Dresteq con simpatía y respeto, y con una pícara, aunque triste sonrisa tranquilizó los ánimos tensos que llevaba el hijo del Capitán. Jinyia se abrazó a Dresteq llena de felicidad, y Quolhad se giró, y su expresión se oscureció una vez más.
Dresteq lo vio. Quolhad había perdido a su mujer, y ahora él tomaba a su hija. Era condenarle a una soledad aún mayor que la que había estado sufriendo durante los últimos meses, según le había contado la joven. Dresteq supo que no podía dejarle allí en la Gardereda. Así que se soltó de Jinyia y le puso la mano en el hombro. Quolhad se volvió, intentando en vano sonreír. Dresteq propuso entonces a Quolhad que fuese a vivir con ellos en la ciudad. Encontrarían una casa cerca de la Capitanía, y podía ir y volver cuando quisiera para visitar a su hija.
La expresión de Quolhad se iluminó de pronto, y una mirada de agradecimiento asomó a sus ojos, mientras asentía con la cabeza.

La alegre pareja propuso la fecha de la boda para el primer día de primavera del año próximo, el 2913.
Pocos días después, Quolhad y su hija se mudaban a la ciudad. Una vieja casa situada en la plaza del Cerco de Cazadores, cuyo único propietario había muerto hacía poco, fue arreglada y acondicionada para los dos. Además, Dresteq encontró trabajo para Quolhad en la ciudad como mensajero. Así, ocupado con su trabajo, el sureño no padeció más la soledad.

Llegó el invierno de 2912, bastante más suave que el anterior, y éste volvió a dejar paso a las primeras flores. Fue entonces cuando, un día espléndido de marzo, Dresteq, con escasos 18 años, se unió a Jinyia, bajo el sol y la alegría de toda la gente de Rangost.
Como era costumbre en estas grandes celebraciones, muchos bardos y comerciantes de Esgaroth acompañaron en su arte a los de Rangost por las calles. Incluso compañías de enanos de las Colinas de Hierro acudieron a la fiesta, y ofrecieron presentes a la pareja (previo pago con plata sacada de las arcas de Rangost). Los bardos compusieron canciones sobre los heroicos hechos de los Campos de Garsil y el Bosque Muerto, y las cantaron por todas las plazas.
La fiesta se prolongó varios días, y en todo Rangost y los pueblos de alrededor el júbilo fue tremendo.

La pareja se instaló luego en las dependencias de la Capitanía destinadas a los Herederos al Puesto, pues Gurunthar aún estaba dispuesto a gobernar por unos años, a lo que su hijo no puso ningún reparo. Alatar felicitó también al joven matrimonio y les deseó una feliz convivencia.
Y en verdad, así parecía que sería, pues solamente con observar a los dos jóvenes ya se veía: Dresteq no podía apartar los ojos en ningún momento de Jinyia, y sus miradas parecían enlazadas por cuerdas irrompibles que no podrían ser jamás separadas.

Fueron pasando los años apaciblemente. Alatar y Gurunthar se tranquilizaron bastante respecto a sus temores, y los hechos de los Campos de Garsil les parecían ya lejanos.
Quolhad, por su parte, y ante el regocijo de su hija, volvió a ser feliz. Pues el padre de Jinyia había hecho muchas amistades ya en Rangost. Y una de ellas, Moehyia, una simpática y rolliza mujer que había perdido a su marido pescador en las aguas del Mar de Rhûn, aceptó su proposición de boda. Finalmente la sonrisa sincera volvió a la cara de Quolhad.
El año 2931 de la Tercera Edad, Gurunthar ofreció el puesto de Capitán a su hijo Dresteq, el cual lo aceptó gustoso. Con otra fiesta, tan esplendorosa como solamente saben hacerlas en las Tierras de los Cazadores, Dresteq recibió de su padre la lanza ceremonial de plata con la hoja de cobre de seis puntas en su extremo y la alzó al cielo en lo alto de la torre de la Capitanía. Y toda la ciudad lo vitoreó.
Ese mismo año, y para asombro de muchos, el ya casi anciano Quolhad y su mujer tuvieron un hijo, al que pusieron de nombre Qun. Era un niño muy moreno, como su padre y los otros sureños que vivían en Rangost, pero tenía también los rasgos septentrionales heredados de su madre.

Entonces la gente empezó a interesarse por el recién investido Capitán y su bella esposa. Hacía ya varios años que llevaban juntos, pero no habían concebido ningún hijo. Y todo el mundo se preguntaba cuando faltaría para la feliz noticia, y todo no hacía más que augurar un destino brillante para Dresteq y Jinyia.

Pero el destino de las personas es caprichoso, y aunque no esté determinado, sí que en él influye cada hecho pasado y presente. Y hechos pasados que quizá fueron apartados de la memoria demasiado pronto volvieron con fuerza tremenda, a alterar y destruir las esperanzas, a promover el caos y la disputa, a fin de cuentas, a cumplir los designios de una mente sórdida, escondida en lo más profundo de un baluarte de roca y piedras.
Jandwathe vio su hora próxima, y empezó a tensar el hilo que tanto tiempo atrás había entretejido en el hado de Dresteq y Jinyia. Su objetivo no había cambiado en absoluto, y sabía que su paciencia sería recompensada.
Recompensada con un valioso secreto guardado celosamente por los Cazadores a lo largo de varios siglos.

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