52
El Último Capitán
5.Huida hacia el Sur.
Después de varias horas, Dresteq despertó totalmente rígido de frío, pero notando algo de la calidez del sol en su cara. Era casi mediodía, y los páramos helados y desiertos se extendían hacia el sur. Detrás de él, a una milla escasa, estaba el tenebroso bosque muerto.
Jinyia estaba a su lado. Dresteq se asustó. La muchacha estaba blanca y muy fría. Mantenía aún los ojos cerrados y de su boca apenas surgía un aliento de vida. Dresteq sabía que debía llevarla cuanto antes a la aldea.
Buscó a su caballo, pero no estaba junto a ellos. Unas huellas le indicaron que se había dirigido a los páramos que se extendían delante. Avanzó unos pasos hasta un montículo de rocas y subió para observar el horizonte. A media milla escasa, sus ojos descubrieron el animal. Estaba tirado en la nieve, y varios lobos se encontraban en sus proximidades. Lo estaban devorando.
Dresteq volvió hasta Jinyia y se sentó, abrazándola para intentar reanimar sus miembros. Lágrimas de dolor por todas las muertes de aquella infernal noche le brotaron de los ojos. Y aunque le pareció horrible, lloró más aún por su caballo que por los soldados, pues el animal había realizado tal proeza que debería ser recordado en las canciones para siempre.
Cuando recobró el dominio de sí mismo, decidió que tenían que huir rápidamente hacia el sur. Quedaban pocas horas para la llegada de otra noche, y estaban muy cerca del horrible bosque. Si volvían las criaturas de la oscuridad, esta vez no tendrían escapatoria posible, pues no disponían ya de montura.
Tras comer algo de sus escasísimas provisiones, y después de intentar inútilmente despertar a Jinyia para que hiciera lo mismo, Dresteq se cargó a las espaldas el cuerpo inanimado de la joven, y empezó una marcha fatigosa hacia el sur.
Horas y horas anduvo con férrea determinación el hijo del Capitán. Sus botas se hundían cada vez más en la nieve, y cada vez más esfuerzo necesitaba para levantarlas. Milla a milla fue avanzando, huyendo de aquel terror que no podía ser vencido. A su cansancio se oponía el miedo que sentía, así como la tozudez que le era propia.
Llegaba el atardecer, y aún estaba a bastantes millas al norte del bosque de Garsil, en medio del páramo desprotegido. El viento, ausente todo el día, se despertó ahora furioso, abofeteando a los dos fugitivos sin piedad. Dresteq sintió que todas las fuerzas le abandonaban. Un frío mortal se apoderaba de él. Gruesos copos de nieve anunciaron la llegada de otra tormenta, que amenazaba ser tan terrible como las de los días anteriores. Aullidos de lobos llegaron con el vendaval desatado y rodearon a la pareja. Estaban perdidos. Por si fuera poco, una oscuridad amenazadora empezaba a cubrir el cielo, como preludio de la noche.
Más, a punto estaba de dejarse caer, cuando el hijo del Capitán llegó a una pequeña loma en el terreno. Subió a ella y de pronto, estando en lo alto, oyó gritos llevados por el viento arremolinado. Alzó la mirada y vio en la lejanía algo que parecían caballos. Se frotó los ojos, incrédulo, pero allí estaban. Cuatro caballos se les acercaban galopando. A cierta distancia, pudo distinguir entre la nieve los atuendos de dos soldados y dos aldeanos. Dresteq cayó de golpe y se desplomó exhausto en la nieve.
Todo se volvió oscuro.
Cuando volvió en sí, Dresteq no supo dónde se encontraba. Vio un techo de madera, muy oscuro, iluminado por una débil luz que provenía de su derecha. Alzó con dificultad la cabeza y vio una ventana por la que entraba él débil resplandor de la luna. El suelo de madera crujió cuando se movió.
Estaba en una habitación hecha de madera, sin muebles de ningún tipo, y con abundantes grietas en las paredes y el techo. Aquello parecía una cabaña.
Alguien, detrás de él, hizo un ruido. Dresteq se giró y vio junto a él a tres de los cuatro personajes que los habían rescatado, inclinados sobre Jinyia. Le estaban dando algo para beber. Ellos se dieron cuenta que los miraba. Eran los dos aldeanos y uno de los dos soldados. Éste último se le acercó presuroso. Dresteq lo reconoció. Era un hombre llamado Guost.
- Me alegro muchísimo de verle con vida, mi señor. Estábamos muy preocupados.
- ¿Dónde estoy?
- En una antigua choza de leñadores, en el extremo norte del Bosque de Garsil. Hace mucho tiempo que se halla abandonada, al parecer, aunque no sabemos quien la utilizó por última vez. Nos hemos refugiado aquí al encontrarla, porque ahí fuera están ocurriendo cosas terribles.
- ¿Qué cosas?
- Es horrible señor, es algo que no había visto nunca, salvo en las pesadillas de la infancia, después de cuentos demasiado fantásticos. Algo parecido a fantasmas, aunque parezca raro, unos seres demoníacos que en números incontables se extienden como ejércitos por los páramos y se dirigen hacia el sur. Matan todo lo que encuentran, hemos visto muchos animales desangrados tirados por la nieve cuando nos hemos atrevido a salir un momento. Parece que persigan algo, pero lo peor son sus gritos. Vuelven a uno completamente loco de miedo. A no ser que usted me lo mande explícitamente, yo no voy a salir ahí fuera hasta mañana por la mañana.
Dresteq suspiró profundamente y volvió a echarse, exhausto. Luego preguntó:
- ¿Cómo se encuentra ella?
- Creemos que se recuperará. Hace un rato ha abierto los ojos, aunque no ha dicho palabra alguna. Luego ha vuelto a caer inconsciente. Pero ya no está tan fría como cuando les encontramos. Señor, si fuera usted tan amable de contarnos...
- Después. Dígame primero, Guost, qué hacíais allí, en los páramos.
- Habían pasado ya dos días desde su partida. Los aldeanos estaban preocupados, y nosotros también. Su padre y Capitán mío se preocupó mucho al saber que no volvía y envió un destacamento de soldados para ayudarnos en vuestra búsqueda. El padre de la muchacha propuso también de enviar a alguien de su pueblo para ayudarnos, cosa que aceptamos con gusto. Él mismo se unió a un grupo que salió hacia el bosque de Garsil, y otro, el nuestro, fue por los páramos. Salimos de la aldea por la mañana y os encontramos al atardecer. Íbamos a llevaros directamente hacia la aldea sin detenernos, pero... el terror que llegó poco después nos hizo huir hacia este refugio.
Señor, ¿a dónde cree que van todos esos... seres? - No lo sé. Nos persiguieron durante mucho tiempo ayer por la noche. Mataron a Jiüq. Mi caballo logró sacarnos con vida, pero lo alcanzaron luego los lobos.
- ¿Y... y Räq y Drothar?
- Un jinete encapuchado los mató. Fue el que secuestró a la muchacha. Luego se escapó, y... creo que despertó a esas cosas. Fue algo... muy raro. No creo que fuera un hombre normal.
- ¿Y entonces...?
- No lo sé.
- Vuelva a dormir, señor. Haremos guardia hasta el amanecer.
Por la mañana, el sol salió puntualmente y ayudó a animar los corazones del grupo. Pero lo que más alegró a todos fue el despertar de la muchacha. Fue como si se alzara de un largo sueño de cien años. Miró a todos con sorpresa, y se llevó la mano a la cabeza. Tenía la mente aturdida. Antes que pudiera decir palabra, Dresteq se le acercó y le dijo:
- Serénate. Te encuentras en un refugio del bosque. Has dormido mucho. ¿Cómo te encuentras?
- B-bien. ¿Qué ha ocurrido? No recuerdo nada.
- Después las explicaciones, primero tienes que comer algo.
- ¿Qué es lo último que recuerdas?
- Pues... dormía en mi casa, con todos vosotros y más gente, os quedasteis por la tormenta. Pero no recuerdo nada más...
Dresteq y los demás quedaron silenciosos. Ella añadió:
- ¿Qué ha pasado? Decídmelo por favor. Estoy... asustada.
Luego, el hijo del Capitán le explicó muy serio:
- Fuiste secuestrada hace tres días por alguien que aún no sabemos quien es. Se trata de un jinete oscuro montado en un gran caballo. Tiene las facciones angulosas, el pelo largo y una sonrisa torcida. Cuando fuimos en tu busca, luego de dos días de marcha, nos encontramos con él en una especie de bosque que se encuentra al norte de aquí. Intentamos alcanzarle pero se escapó, matando a varios soldados. Luego, unos seres extraños nos atacaron y tuvimos que huir hasta este refugio contigo. Por fin hoy te has despertado. Esperábamos que tú nos podrías decir algo más del que te hizo esto.
Jinyia estaba muy pálida. Dresteq la envolvió con una manta y la abrazó protectoramente.
- No... no recuerdo nada de ese hombre que decís... ¿por qué no lo recuerdo? Si es cierto lo que decís tendría que acordarme. ¡Tres días! ¿Qué me ha hecho?
Unas lágrimas brotaron de sus ojos. Dresteq decidió que era suficiente y no siguió insistiendo. Se levantó y dijo:
- Bien, esto ya está durando demasiado. Lo que debemos hacer es volver rápidamente a la aldea. Y una cosa más. Diré a mi padre que tu pueblo se encuentra en serio peligro y que habiendo visto lo que ha pasado os permita vivir en Rangost o en los pueblos cercanos. ¿Qué dices a eso?
- Me... me gustaría mucho. Los campos en invierno son tan fríos y solitarios... A todos nos gustaría mucho. No podríamos seguir viviendo así más tiempo.
- ¡Pues adelante! Dejemos los páramos fríos y los bosques horribles atrás. ¡Volvamos a casa!
Ayudó a la muchacha a alzarse y salieron todos fuera. Mientras los dos aldeanos apagaban el fuego, los demás miraron el paisaje. Se encontraban cerca del extremo nordeste del Bosque de Garsil, unas cuantas millas más al norte de donde habían salido a los páramos hacía tres días. El sol brillaba tenuemente arriba, entre la nieve de las ramas de los árboles.
Poco después, ya estaban encima de los caballos y se dirigían al sur. Jinyia quiso subir al caballo donde iba montado Dresteq, por lo que el soldado, propietario de dicho caballo, compartió el animal de uno de los aldeanos.
Dresteq decidió ir bajo los árboles, antes que por el páramo, para protegerse de posibles ventiscas.
Hacía una hora que cabalgaban tranquilamente bajo el frío y las ramas blancas de los árboles, cuando el aldeano que iba solo con su caballo volvió de un reconocimiento y dijo, con voz entrecortada:
- Señores, no sé si sería mejor salir a los páramos.
- ¿Por qué? – preguntó Dresteq.
- Aquí delante... mejor que venga a ver – dijo, señalando a Dresteq.
El hijo del Capitán desmontó y siguió al aldeano. Unos metros más adelante, oculto por unos arbustos blancos de nieve, vio algo que lo hizo estremecer de horror, y giró la cabeza. El cuerpo de un aldeano yacía medio enterrado. La cabeza, totalmente desfigurada, se hallaba a unos dos metros, y le habían arrancado los ojos.
El aldeano señaló luego más adelante. Aquí y allá, entre los árboles, había varios cadáveres. Dresteq se asustó. Aquel era sin duda el grupo que había ido a buscarlos por el bosque. Quolhad... ¿era tal vez uno de aquellos cuerpos?
Oyeron la llamada de los otros, que se acercaban. El aldeano retrocedió y les dijo que esperaran un momento.
Dresteq fue examinando con asco y horror todos los cuerpos. No estaba seguro debido a las facciones mutiladas, pero le pareció que ninguno de los siete cadáveres, cinco de los cuales eran aldeanos a juzgar por su ropa, correspondía al padre de Jinyia. Los otros dos eran soldados.
Mientras volvía, tropezó de pronto con una acumulación de nieve. Rápidamente se agachó y retiró el manto blanco que ocultaba parcialmente otro cuerpo.
Quolhad. No tenía ningún miembro mutilado ni arrancado. Parecía rígido solamente por el frío. Estaba boca arriba, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, en un intento de protegerse del clima. Sus piernas estaban flexionadas. De pronto, Dresteq se acercó más. Un débil vaho salía de su boca semiabierta. Estaba vivo.
La terrible noticia consternó al resto del grupo, y Jinyia lanzó un grito y se abalanzó sobre su padre con lágrimas en los ojos. Dresteq le dijo:
- Lo subiremos a nuestro caballo. Pondremos a tu padre entre los dos y así nos aseguraremos que no se cae ni se enfría más.
Así lo hicieron. Antes de proseguir, sin embargo, los dos aldeanos cubrieran con la nieve los cadáveres para protegerlos de los animales salvajes. Una vez llegasen a las aldeas ya enviarían a gente para acabar de honrar a los muertos y darles digna sepultura.
Luego, desviándose un poco de la tétrica zona, el grupo continuó durante varias horas sin detenerse. Pasado el descanso del mediodía, el viento glacial del invierno volvió a soplar con fuerza. Las ramas de los árboles se balanceaban en claroscuros bajo un cielo gris plomo. El bosque se volvió lúgubre. La comitiva seguía cabalgando y, cuando las primeras sombras del atardecer oscurecieron aún más el horizonte grisáceo, llegó al camino que salía del bosque en dirección a las aldeas.
Pocos minutos después, el grupo se detenía en silencio.
Dresteq cogió fuertemente las bridas de su caballo.
Jinyia ahogó un grito.
Los aldeanos palidecieron hasta que sus facciones parecieron máscaras.
Los soldados abrieron los ojos de horror.
La aldea norte aparecía completamente destruida. Pequeñas columnas de humo se escapaban de los escombros de las pocas docenas de casas. Bajo aquella luz espectral, la vista era siniestra. No se veía ninguna alma viviente. Lejos, alzando la vista sobre los campos, se avistaban las otras aldeas. O lo que quedaba de ellas.
- ¡Mi madre! – gritó Jinyia, de pronto – ¿Dónde está mi madre? ¿Y mis amigos?
Dresteq desmontó y corrió hacia las ruinas. No bien hubo puesto sus pies en ellas que la visión de decenas de cadáveres entre los cascotes le atormentó los ojos. Cuerpos de hombres, mujeres y niños, medio quemados y con expresiones de terror extremo en sus mutiladas caras. Un olor nauseabundo le hirió los sentidos. Tapándose la cara con la mano, retrocedió asustado y consternado. Volvió con el grupo, con lágrimas en los ojos.
Jinyia se dejó caer al suelo y empezó a llorar.
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