jueves, 8 de abril de 2010

1-Introducción

Un suave viento del Oeste acariciaba los pendones de la Torre. El sol brillaba en lo alto, y en todo momento y lugar se oía la algarabía de la muchedumbre, que disfrutaba de la Fiesta.
Era casi mediodía, un día espléndido de principios de primavera. Viajeros de todas partes llegaban sin cesar a la Ciudad: del Oeste, claro; del Norte y del Sur, por supuesto.
Y, esta vez, también del Este. Por primera vez. Por fin esta palabra recibía su correcto significado, después de tanto tiempo. Todos ellos paseaban por las calles, compraban en los mercados, reían y dejaban a los niños correr y jugar.

Hacía dos días que la Fiesta había empezado, y para aquel día se había preparado algo especial. Justo después de las abundantes comidas, todos los participantes estaban invitados, con toda libertad, a asistir a un gran encuentro durante el cual los bardos contarían historias de tierras lejanas hasta el atardecer.
La gente estaba tan a gusto como preparada para escuchar cualquier cosa. Si había aventuras, las disfrutarían. Si había romances, con ellos se emocionarían. Si había peligros, los enfrentarían. Si había tensión, el corazón quedaría satisfecho, como siempre ocurre en tiempos de paz y prosperidad. La gente que, una generación atrás, había temido constantemente por su vida y su libertad, podía ahora encontrar diversión en aquellos hechos trágicos. ¡Qué tan diferentes son los tiempos prósperos de los oscuros!

Aquella tarde, en los prados delante de las Puertas, una muchedumbre venida de todas partes esperaba con despreocupación a los bardos, sus canciones y sus relatos.
En el centro de la descomunal rueda de asistentes, un grupo de ellos se preparaba ya para la larga disertación. Pero antes que sus miradas se posaran en la multitud, un hombre con atuendos reales se aproximó a ellos, miró a su alrededor y habló a la multitud.
La gente se fijó entonces en el hombre. Era el escriba del Rey, y las risas menguaron, los murmullos se perdieron y su silencio dejó paso al viento, que pudo oírse por fin. A diferencia de la mañana, ahora soplaba levemente del Este.

  • Unas pequeñas consideraciones antes de empezar – declaró el escriba – Lo que esta tarde habéis tenido el gusto de venir a escuchar son unas Crónicas, agrupadas a partir de los escritos de diferentes autores, reunidos después de varios años de búsqueda. Han sido recopiladas en una serie de tomos, y en sus páginas se habla de la vida y de la muerte, de la felicidad y la tristeza, de hechos heroicos y hechos cobardes, del bien y del mal.
    Se trata de historias como las que sabéis, iguales en emociones, virtudes y defectos a las vuestras y las de vuestros antepasados, pero diferentes en un punto.
    Pertenecen a hombres y mujeres, ancianos y niños que no viven en nuestras tierras.
    Son historias lejanas, aunque próximas; extrañas, aunque comprensibles. Provienen todas ellas de las tierras del Este, más allá del antiguo Mordor y el Mar de Rhûn. Se cuentan en sus palabras los hechos de los cuales la memoria conserva recuerdo.
    La intención es, como siempre, no olvidar nada de nuestro pasado. Pero esta vez “nuestro pasado” es el de todos, el de toda persona que habite nuestra amada Tierra Media. Porque muchos de nuestros enemigos fueron hombres, y no orcos o trolls. Muchos de ellos fueron reclutados, y no preguntados. Muchos de ellos fueron engañados, y no instruidos.
    Y ellos también tienen su Historia. Y el mismo derecho a recordarla. Y el mismo derecho a compartirla. Con todos. Así, pues, declaro abiertas las narraciones.
    ¡Que den comienzo los relatos!
El escriba se alisó el vestido de tejido suave y lentamente se alejó hasta un punto determinado del círculo. Luego, uno de los bardos se aclaró la garganta y, con voz solemne, empezó su narración que, a veces cantada y a veces hablada, se extendió por toda la campiña silenciosa. El viento se había calmado.

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